La genuina paternidad responsable

19 jun 2020

¡Hijo mío! Quiero hablarte
mientras te encuentras dormido...
Entro en tu cuarto en puntillas
y el corazón remordido,
para decirte mi pena
de culpable arrepentido....

He sido duro contigo.
Hoy mismo, por la mañana,
te regañé al haber visto
que no lavabas tu cara
con jabón. Tus zapatitos
no estaban embetunados,
y luego te pegué un grito
al notar que habías dejado
tus ropitas por el piso.

Y seguí, al desayuno,
en el mismo son reñido:
Que la comida caía
fuera del plato servido;
que engullías, y situabas
en la mesa tus coditos,
untando la mantequilla
a trozos.

Cuando salimos,
yo camino del trabajo
y tú a jugar un ratito,
antes de ir para la escuela,
aquel «¡Adiós, papaíto!»,
cariñoso y sonriente,
lo respondí: «¡Ya te he dicho
que saques más ese pecho
y que no andes encogido!»

Y, al regresar, esta tarde
volví a emprenderla contigo,
cuando jugando a las bolas
estabas con otros niños.
En vez de estar en cuclillas,
te apoyabas en el piso
manchando tus medias nuevas.

Delante de tus amigos
comencé a reprenderte.
Te dije: «¿Dónde se ha visto
que se trate así la ropa?
¡Eso cuesta sacrificios!
¡Bien se ve que no trabajas
para comprar tus vestidos!»

... Después, ¿te acuerdas?, estando
yo leyendo, entraste tímido
con el temor y la súplica
en tu rostro pintaditos.
Te dejé con la mirada
como clavado en el piso.
«¿Y qué tú quieres ahora?»,
dije casi en un gruñido.

Sin responderme, lanzaste
a mi cuello tus bracitos.
Me besaste con ternura
y arrebatado cariño,
con ése que Dios ha puesto
en tu corazón de niño;
y que no hay indiferencia,
ni dureza ni castigo
que lo enfríen. Luego fuiste
a tu cuarto, trotandito.

Pues mira, mi niño amado,
a poco de haberte ido
se me escurrió de las manos
el periódico. He sentido
temor ante los efectos
que mi hábito dañino
de mandar y encontrar faltas
obraba en contra del hijo.
¡Así te trataba yo
por ser solamente un niño!
¡Y no es que no te quisiera,
sino que había pretendido
que a tus años como un hombre
te portaras, hijo mío!

¡Yo seré desde mañana
para ti lo que he debido
ser siempre: tu compañero,
tu padre amable y tu amigo!
Sufriré cuando tú sufras
y me alegraré contigo,
y no haré más que decirme:
«Es un niño pequeñito.»1

Estos versos que escribió el poeta cubano Luis Bernal Lumpuy basándose en una narración en prosa del autor Livingstone Larned nos llevan a reflexionar sobre la genuina paternidad responsable. No nos limitemos a reconocer que somos padres de nuestros hijos como si les estuviéramos haciendo el favor de darles apellido. Más bien, reconozcamos que son una herencia del Señor,2 y aceptémoslos con todas sus imperfecciones. Paradójicamente, nuestro Padre celestial no sólo nos acepta de la misma manera a nosotros, sino que nos exige que cambiemos y nos volvamos como nuestros niños para que entremos en el reino de los cielos.3


1 Luis Bernal Lumpuy, Sueños de un mundo mejor (Escrito en Cuba, 1970; publicado en Miami, 1992), pp. 24-28.
2 Sal 127:3
3 Mt 18:3
Este Mensaje me ayudó Envíenme información Deseo una relación con Cristo