10 mar 2007

«¿Quién detiene todo esto?»

por el Hermano Pablo

Dort Azwaye, funcionario de Zimbabwe, África, dio un golpe de azada al montículo de tierra. En seguida, miles de voraces hormigas negras se dispersaron en todas direcciones. El funcionario levantó con la pala un objeto redondo. Era un cráneo humano, un cráneo pequeño de bebé recién nacido.

Detrás del cráneo aparecieron algunos huesos pequeños. «Esto es lo que está ocurriendo en Zimbabwe —dijo Azwaye—. Madres solteras están eliminando a sus infantes, poniéndolos en hormigueros, o arrojándolos a los cocodrilos, o simplemente descuartizándolos y echándolos por el resumidero o el inodoro. ¿Y quién detiene todo esto?» Los enviados de las Naciones Unidas, que habían sido comisionados para investigar, nada supieron decir.

¿Quién detiene todo esto? Es una pregunta que todavía no tiene respuesta. Con decir que sólo en los últimos cinco meses de 1983 se registraron más de cincuenta casos de niños abandonados por sus madres solteras, sin contar otros tantos que fueron colocados en terribles hormigueros y otros que fueron tirados en arroyos y ríos para que los saurios dieran cuenta de ellos.

El aumento pasmoso del número de abortos, no sólo en África sino en todo el mundo, indica ya una insensibilidad absoluta con respecto a la vida humana. Nadie le presta interés a un recién nacido, y mucho menos a un niño en gestación. Ni siquiera lo consideran niño o ser humano. Usan el cínico eufemismo: «producto del embarazo».

Sin lugar a dudas, este es el síntoma más grave de la descomposición moral de la gente del mundo actual. Más que las guerras mundiales, más que la violencia y el terrorismo, más que las drogas y la prostitución. El desprecio a la vida, manifestado en el aborto y en el abandono de los recién nacidos, es el peor de los síntomas.

¿Y quién detiene todo esto? Nadie. Los gobiernos no tienen fuerza. Las religiones se encogen de hombros. Los políticos no quieren comprometerse. Las iglesias se sienten impotentes.

Sólo Dios puede ponerle coto a este y a todos los demás pecados de la sociedad. Sólo Dios puede ponerle dique a la marea ascendente de la corrupción humana. Sólo Dios puede llamar al hombre a la cordura y a la conciencia.

Pidámosle a Cristo que nos perdone, y recibámoslo en nuestro corazón para escapar así de la culpa general.

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