Eugenia Durón tomó de la mano a sus dos hijos: Julita, una niña de catorce años, y David, un varón de doce. Eugenia iba seria, apenada, pero firme.
Llevaba a sus hijos a la policía para que los arrestaran. «Estos son mis hijos —confesó la mujer—. Son ellos los que causaron el vandalismo en la escuela Colfax. Los traigo para que les den el castigo que les corresponde.» En efecto, Julita y David habían causado grandes destrozos en su escuela.
El comentario del jefe de la policía fue: «Esta es una madre como pocas. En vez de defender a sus hijos, los denuncia y pide castigo para ellos.»
¿Cómo debe reaccionar uno ante semejante conducta? Quizá la primera reacción sea la de condenar a una madre que haga eso. ¿Dónde está el amor de madre? ¿No eran acaso suyos esos hijos? ¿Qué madre podría actuar así?
Esa es probablemente la primera reacción, la que tendrían la gran mayoría de madres. Pero es una reacción que merece serio estudio.
Una vez más, como en cientos de casos, aquí entra en juego la gran ley universal de la cosecha: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7). Es cierto que se puede eludir esa ley. Hay una manera de esquivarla. Si alguien pone algún impedimento para que el que siembra el mal no coseche lo que ha sembrado, se puede evitar un castigo inmediato.
¿Y qué mal hay en eso?, preguntará alguien. El mal está en que lo único que nos prepara e instruye en la vida, lo único que contribuye a nuestra madurez, lo único que nos da fuerza moral, es tener que cosechar lo que sembramos. Y cuando alguien nos ayuda a eludir las consecuencias de nuestra siembra, sólo está aumentando el mal de nuestra maldad. Tarde o temprano recogeremos la cosecha, y mientras más tarde sea, más dura será.
Miles de hombres que hoy están en las cárceles con largas condenas amargamente dicen: «Si mi padre me hubiera corregido cuando hice la primera travesura, yo no estaría aquí.» La Biblia sabiamente dice: «Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella» (Hebreos 12:11).
No les neguemos a nuestros hijos el gran favor de permitirles cosechar el resultado de su siembra. Es lo único que hará de ellos hombres y mujeres con madurez, disciplina, dignidad y comprensión de lo que es la verdadera justicia.


