3 abr 2006

Su corazón seguirá latiendo

por el Hermano Pablo

Era una escena familiar, una escena que admiran vecinos y personas que van de paseo en domingo. José Hernández, de cuarenta y un años de edad, cuidaba su jardín. Su pequeña hija Gloria, de dos años, jugaba junto a él. La madre y tres hermanos conversaban plácidamente en el patio esa tarde.

Fabián Pérez, joven de veinticinco años, venía por esa misma calle manejando su automóvil. Lo primero que los vecinos notaron fue la forma en que el vehículo ondulaba de lado a lado. Lo cierto era que Pérez, el conductor, estaba borracho.

Sin que nadie pudiera evitarlo, en una de esas onduladas el vehículo cruzó bruscamente la calle y atropelló al padre y a su hijita, matándolos a los dos. Fue un accidente que no debió haber ocurrido. Pero así obra el alcohol.

Gloria, la esposa y madre, de un momento a otro quedó sin marido y sin hija. La agonía fue indescriptible. Pero esa valiente mujer tomó una decisión que, en medio del dolor, hizo de ella una verdadera heroína. Decidió donar el corazón de su hijita para un trasplante. «Cuando menos—dijo ella—, el corazón de mi hija seguirá latiendo en el pecho de alguien que necesita vivir.»

¿Qué puede uno pensar de un caso así ocurrido en una de nuestras ciudades un día domingo 18 de agosto? En primer lugar, lo fácil y repentino que puede ocurrir una tragedia que destroza toda una familia buena y feliz. En un momento, en lo más tranquilo de cualquier día, la fatalidad puede golpear brutalmente y dejar en luto lamentable a toda una familia.

En segundo lugar, todo el que maneja borracho creyendo que es dueño de la calle es un asesino en potencia. El sólo hecho de tomar el volante de un vehículo en estado de embriaguez indica que es un ser embrutecido, cuyos sentidos están embotados, cuya mente está oscurecida y cuyas reacciones están entorpecidas.

Por último, fue realmente admirable la reacción tan generosa de esa dolorida madre que, no obstante sus costumbres y las de sus parientes, donó el corazón de su hijita a fin de salvar la vida de otra persona.

Estos tres pensamientos son todo un mensaje en sí. Nuestra vida no nos pertenece. Pendemos de un hilo muy frágil que de un instante a otro se rompe, y nosotros, preparados o no, tenemos que partir de esta dimensión humana.

¿Qué nos dice eso? Que establezcamos una relación íntima con nuestro Señor Jesucristo. Dios hace fácil esa relación. Sólo tenemos que someternos al señorío de Cristo. No hacerlo es llevar una vida de naufragio. Hacerlo es hallar verdadera paz y saber que tenemos vida eterna. Rindámosle hoy nuestra vida a Cristo.

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