Aquel día en Coronel, Chile, se presentaba perfecto para volar: cielo azul muy puro y suaves brisas andinas. Arriba se divisaban nieves eternas; abajo, verdes cerros y risueños valles. Con esas condiciones ambientales, Álex Algrón, un estadounidense de vacaciones en el país andino, se aprestó a hacer un vuelo en planeador.
Álex se lanzó al vacío, disfrutando del incomparable paisaje. Pero un cóndor pensó lo mismo, y se lanzó también hacia abajo. La inmensa ave chocó con el planeador, y Álex comenzó a descender fuera de control. En ese momento clamó: «¡Señor, no me dejes morir así!», y Dios lo salvó. El cóndor se volvió a sus cumbres, y Álex recuperó el control del planeador.
En este incidente intervinieron tres clases de alas. Las primeras alas fueron las de fina seda del planeador de Algrón. Éstas, bien dirigidas, ayudan a una persona a volar como vuelan los halcones o las gaviotas.
Las segundas alas fueron las del cóndor. El cóndor es el señor de los Andes. Es un ave enorme cuyas alas pueden llegar a más de tres metros de punta a punta. Tiene un vuelo espectacular, y sube hasta cinco mil metros para bajar como una flecha si ve algo apetecible.
Las terceras alas fueron las de la Providencia divina. Invisibles, pero poderosas, esas alas responden a los clamores del necesitado. En varios de los salmos de la Biblia se hace referencia a las alas simbólicas de Dios, con las frases «ampararse bajo las alas», «cubrirse con las alas» y «refugiarse en las alas». Cada una, a su manera, se refiere a la protección que Dios da a los angustiados.
Jesucristo mismo empleó una frase parecida cuando contempló a Jerusalén, que rechazaba su mensaje de salvación, y exclamó: «¡Jerusalén, Jerusalén...! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!» (Lucas 13:34).
Cristo quiere ser nuestro refugio. Él se ofrece para llevar nuestra carga sobre sus divinas alas. Si le rendimos nuestra voluntad, Él nos llenará de paz, de gozo y de profunda satisfacción.
Pongamos nuestro trabajo, nuestro matrimonio y nuestra fe —toda nuestra vida— bajo la protección de esas alas divinas. En Cristo y con Cristo estaremos seguros. Confiemos en las alas del divino Creador.


