21 oct 2005

Cuando se usa la cabeza

por el Hermano Pablo

Adi Pandouraj, de Mumbay, India, vivía en la mayor pobreza. La casa que habitaba, la ropa que vestía y el alimento que comía eran, de entre lo pobre, lo más pobre. Su esposa y sus hijos sufrían el dolor de esa condición.

Un día la esposa, cansada de soportar tantas miserias, le dijo: «Usa la cabeza. Tenemos que salir de esta pobreza.» Y Adi, en efecto, usó la cabeza. La usó de la mejor manera que se le ocurrió. Se fue a una transitada calle de la ciudad y enterró la cabeza en un hueco de la vereda. Las limosnas comenzaron a lloverle. En cuestión de cuatro años de usar así la cabeza, Adi, según la crónica, se volvió el mendigo más rico del mundo.

Es cierto que en esta vida hay que saber usar la cabeza. La cabeza es el asiento de los sentidos físicos: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato. Y la cabeza contiene el cerebro, ese estupendo circuito electrónico capaz de almacenar quince mil millones de ideas diferentes a la misma vez.

El cerebro piensa, razona, planea, se comunica, y puede usarse para bien o para mal. Puede usarse para animar al desalentado, levantar al caído y honrar al Creador. Y puede usarse también para idear delitos, planear fechorías y levantar calumnias.

¿Qué es lo que determina esto? Lo determina el corazón. Si bien el cerebro es la computadora que registra y disemina información, el corazón es lo que determina cómo el cerebro ha de ejecutar esa función.

El corazón le dice al cerebro si ha de usar la información que tiene para bien o para mal, para hacer un favor o para cometer una fechoría, para levantar al caído o aplastarlo aún más. El corazón determina si usará sus bienes para ayudar al necesitado o para satisfacer su avaricia, si ha de dar vida o muerte.

El ser humano es por fuera lo que es por dentro. Sus manos hacen lo que su cerebro piensa, y su cerebro piensa lo que su corazón dicta. Toda obra humana comienza con los sentimientos del corazón.

Por eso es tan importante rendirle nuestro corazón al divino Creador. En una oración sencilla pero sincera, digámosle a Cristo: «Te entrego mi corazón, Señor. Haz de mí una persona nueva.»

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