El hombre, joven, alto, fuerte, de frondosa barba negra y cabellera de león, se irguió cuan alto era. Abrió la boca y soltó la lengua. No era para pronunciar palabras suaves y floridas. Era para proferir insultos, obscenidades y bravatas. «¡Déme nomás la pena de muerte!», gritaba. «Mándeme a la cámara de gas. ¡Dicte su maldita sentencia! ¿A mí qué me importa? Me río de usted, de su tribunal y de su jurado.»
El juez Gregory Martin, tal como le tocaba, dejó caer el martillo y aplicó la pena de muerte, en la cámara de gas, a José Cornell, convicto de asesinato. Al pronunciar la sentencia citó un texto bíblico del sabio Salomón: «¿Hasta cuándo, ustedes los insolentes, se complacerán en su insolencia?» (Proverbios 1:22).
A ese individuo, condenado a muerte por el brutal asesinato de su compañera de vida, no le importó que la persona de quien se burlaba tenía la autoridad de dar o quitar la vida. Reír, burlándose en un momento tan serio como este, después de haber cometido un asesinato, es no sólo demostración de suma insensibilidad sino también de un total desprecio de responsabilidad como ser humano. «Si usted me aplica la pena de muerte —le había dicho al juez—, me reiré en su propia cara.»
Hay muchos que se portan como ese joven. No que se burlen de un juez humano, sino que viven burlándose del Juez Supremo, sin tomar en cuenta que se están burlando del Único que puede dar y quitar la vida, y que tiene además el poder de echar el alma en el infierno. ¡Cuánta gente vive en total desprecio de Dios! ¡Cuántos son los que hacen caso omiso de sus leyes morales! ¡Cuántos insolentes viven pisoteando sus principios sagrados de vida y de conducta!
¿Cuál debe ser nuestra actitud ante la autoridad divina? Debemos, en arrepentimiento y humildad, hacer un balance sereno de todas las actividades de nuestra vida pasada, y tomar bien en cuenta la manera como estamos viviendo actualmente. Debemos luego, en humildad y contrición, pedirle a Dios perdón por todo lo que hemos hecho que le haya causado desagrado como nuestro Creador. Luego debemos pedirle a su Hijo Jesucristo que entre a nuestra vida como Salvador, Dueño y Señor. Él nos dará su perdón si se lo pedimos. Basta con que le abramos nuestro corazón.


