8 oct 2005

«Que no sean amargas»

por el Hermano Pablo

«Culpable», declaró el vocero del jurado. «Culpable», asentó el juez en su libreta. «Culpable», registraron inmediatamente los reporteros. «Culpable», musitó con desmayo la madre del sentenciado.

El acusado, James Edward Smith, de Houston, Texas reconoció su culpa, y dijo: «No apelaré la sentencia.» Estaba condenado a muerte. Al salir de la sala del jurado, le dijo a su madre: «Debo pagar mi delito. No llores, mamá. Quiero que no sean amargas las últimas palabras que te dirija.»

Este hombre había matado a otro para robarle su dinero, y ese asesinato era el crimen por el que se le había impuesto la pena capital. La antigua sentencia bíblica dice: «Si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano derramará la suya» (Génesis 9:6). Y los códigos de casi todos los pueblos del mundo la aplican, algunos aun sin conocer la fuente.

En la cárcel, y mientras esperaba el cúmplase de la sentencia, James Edward Smith reconoció su delito. Examinó a fondo su conciencia y, en una profunda experiencia muy personal, se reconcilió con Dios. Cuando le dijo a su madre: «Quiero que no sean amargas mis últimas palabras», estaba expresando el más profundo sentimiento de su corazón. Ya no quería usar más el lenguaje de ira, de blasfemia, de deshonra. Quería morir con una oración en los labios.

La experiencia lo ha comprobado ya hasta el cansancio, que sólo mediante un profundo y sincero arrepentimiento puede un criminal hallar la reconciliación. Por cierto, la paz que trae la reconciliación con Dios continúa aun hasta el día en que lo llevan a la silla eléctrica o a la cámara de gases, o de alguna otra manera lo ejecutan. Sólo Cristo puede dar verdadera y genuina paz al que tiene enormes deudas que saldar con la sociedad y con Dios.

Para hallar esa reconciliación y esa paz no es necesario llegar al punto dramático y crítico de afrontar una condena de muerte. Ahora mismo, cuando estamos rodeados de tranquilidad y nada nos perturba, podemos dar ese inmenso paso moral y hallar la vida que supera a toda vida: la vida eterna. En este mismo momento, mediante la decisión de arrepentirnos y creer, podemos hallar perfecta paz. Dios desea darnos esa paz.

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