4 oct 2005

Sesenta años después

por el Hermano Pablo

De vez en cuando las noticias vienen con un dejo de emoción, de poesía, de algo que agrada. Así fue el caso de León Vigdorovich y Simón Cohen.

—¿De dónde eres? —preguntó Vigdorovich.

—De Lituania —contestó Cohen.

—¿Y en qué año viniste a América?

—En 1925.

—¿Y cómo te llamas?

—Simón Cohen.

—Entonces somos amigos. Yo soy León Vigdorovich.

Habían sido amigos muchos años atrás allá en Lituania. Juntos habían sufrido el desorden de un país en caos, y juntos habían salido de Lituania escapando de las persecuciones antisemíticas que ya se insinuaban. Habían viajado en el mismo barco y desembarcado en Veracruz, México. Al llegar a las Américas trabajaron juntos un tiempo, pero Cohen emigró a Estados Unidos y Vigdorovich se quedó en México.

Después de sesenta años de separación, ese destino, que no admite cuestionamientos, los había unido de nuevo en un asilo de ancianos. No tardaron en renovar su amistad.

¿Cuánto vale una buena amistad? Es un tesoro de incalculable valor. Alguien dijo que la amistad sincera es el más precioso don con que se ha enriquecido nuestro pobre barro humano.

Toda amistad sincera tiene un solo origen. Viene del corazón de Dios. Aun cuando las personas no quieran creer en la existencia de Dios, si saben lo que es amistad sincera están dando testimonio de la personalidad misma del Creador. Dios es amor —dice el Sagrado Libro—, y Jesucristo es la expresión de ese amor divino hacia la pobre humanidad.

En la última cena que Jesucristo celebró con sus discípulos, les dijo: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes» (Juan 15:14‑15).

Si una amistad es sincera, no importan las separaciones. Nada en la vida empaña esa amistad. Cristo desea una amistad así con nosotros. Él desea brindarnos su corazón. No lo rechacemos. Si dos hombres se reconocieron como amigos después de sesenta años de separación, Cristo puede hacerse amigo nuestro hoy, no obstante el número de años que hayamos permanecido separados de Él.

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