El panorama no podía ser más espléndido. Eran las montañas nevadas del estado de Colorado, Estados Unidos. El día estaba bien frío pero lleno de sol, y la senda, que casi no era senda, desafiante. Fue así como Mary O'Leary, una joven de veintitrés años de edad, decidió escalar hasta la cumbre.
En la mitad del camino, una súbita tormenta subió del valle. Mary buscó refugio bajo un árbol. Cuando la lluvia pasó, Mary siguió su viaje. Pero de las densas, pardas y peligrosas nubes salió un rayo. El relámpago le cayó a Mary en la espalda y le salió por los pies.
La muchacha estuvo sin sentido por algún tiempo. Cuando volvió en sí, casi sin poder moverse, comenzó a descender arrastrándose como pudo. Le tomó seis horas bajar apenas doscientos metros, pero ese esfuerzo le salvó la vida. «El rayo —testificó Mary— me dio dos cosas: esperanza en Dios y confianza en mí misma.»
Hay en la vida sucesos extraordinarios. Son muy pocas las personas que han sufrido el golpe directo de un relámpago y han vivido para contarlo. Se trata de sobrevivir a casi cien mil voltios de electricidad pasando por un cuerpo humano. Lo único que se puede decir es que todavía suceden milagros.
Mary O'Leary había sido siempre una muchacha tímida. Para ganar coraje se había dedicado al alpinismo. Su fe en Dios, aunque firme, no era dinámica. Tuvo que pasar por la tremenda experiencia de una descarga eléctrica que le dejó cinco profundas quemaduras en la espalda, y llagadas las plantas de los pies, para reanimarse moral y espiritualmente.
Lo cierto es que hay poder en la confianza en Cristo. Es la fuerza transformadora más grande que puede conocer la humanidad. Hay en Jesucristo un poder indescriptible, un poder sobrehumano que puede librar al ser humano de sus vicios, que puede aliviar y sofrenar todas las pasiones, y poner paz y orden en todo corazón, matrimonio, familia y sociedad.
¿Nos encontramos hoy en medio de una tormenta que nos tiene casi vencidos? ¿Estamos perdiendo rápidamente la fuerza? ¿Tenemos miedo? ¿Se nos está esfumando toda esperanza? No nos desesperemos. Mientras exista Dios, hay esperanza, y Dios nunca dejará de existir. Sólo tenemos que invocar su nombre y pedirle auxilio. Él será nuestro socorro en medio de la tempestad.


