El espectáculo era deprimente, tan deprimente como puede ser el de un hombre joven que se está muriendo de SIDA: la horrible palidez del rostro, el cuerpo reducido a un esqueleto, la mirada extinguida por la ceguera, y el olor a cadáver, que ni los desinfectantes del hospital pueden eliminar.
Esa visión de su novio fue demasiado para Nancy Blanchet, francesa de cuarenta y un años. Queriendo morir de lo mismo, extrajo de su novio, con la ayuda de él mismo, un centímetro de sangre contaminada, y se la inyectó.
En seguida, fue presa del pánico y corrió al médico, pero ya era tarde. El virus del SIDA había invadido sus células.
Esto es lo más moderno en suicidios que se conoce. Una mujer desesperada, al ver cómo muere su novio, se inyecta la sangre de él. El contagio se produce en el acto, y el terrible virus, ansioso de invadir toda la humanidad, no se hace rogar.
Antiguamente, las niñas románticas que sufrían de amores y querían suicidarse bebían láudano o se acostaban en una habitación repleta de flores. Era una manera más romántica de morir. Posteriormente, lo hacían con un vaso de veneno. En tiempos más recientes, se han suicidado con una sobredosis de pastillas somníferas. Y ahora se inyectan sangre contaminada de SIDA.
Todo esto nos lleva a hacer algunas reflexiones. Primero, la desesperación es mala consejera. Lo único que sabe aconsejar conduce a más desesperación, y el fin de la desesperación es el suicidio.
Segundo, todo suicidio es un error, error que lleva al fracaso total.
Tercero, el SIDA ha afectando a la humanidad a tal grado que se ha convertido en psicosis. Hay personas que buscan enfermarse de este mal mortal en un intento frenético de autodestrucción.
Cuarto, la humanidad ha perdido el juicio. No tiene ya ningún temor de Dios, ni respeto por la vida.
Sin embargo, en este cuadro sombrío hay esperanza. El evangelio de Jesucristo, que es la buena noticia de salvación, se sigue predicando, y por más medios que nunca. Cristo es el Salvador viviente. No ha perdido nada de su poder, ni de su amor ni de su compasión. La persona más atribulada y propensa al suicidio puede hallar en Él la puerta grande hacia la vida.


