Se desarrollaba un congreso médico en Klangenfurt, Alemania. El doctor Joseph Stehle, oriundo de la ciudad de Munich, Alemania, y célebre cardiólogo, estaba dando una conferencia. Su tema era «El infarto cardíaco y su prevención». El doctor Stehle era un perito en la materia. Había dedicado toda su ciencia a la cura y prevención de las enfermedades cardíacas, y su especialidad era precisamente la prevención del infarto cardíaco.
En cierto momento de su conferencia, ante cientos de cardiólogos, mientras describía los síntomas clásicos del ataque al corazón, el científico se puso la mano derecha crispada sobre el pecho e inclinó el cuerpo hacia el lado izquierdo. Sus anteojos cayeron al suelo y su rostro se contrajo en una mueca seca, como quien siente un fuerte dolor. El auditorio pensaba que el doctor Stehle estaba haciendo una demostración gráfica del infarto. Pero la verdad era que el cardiólogo estaba en ese momento sufriendo un infarto él mismo.
Cayó al suelo ruidosamente arrastrando las notas de su conferencia, y cuando los demás especialistas trataron de auxiliarlo, el doctor Stehle ya había pasado a la eternidad.
¡Cuántas veces nos ocurre algo parecido a nosotros! Cuando estamos más tranquilos, más confiados, más seguros de nuestra ciencia y de nuestros conocimientos, más seguros de nuestra posición social y de nuestra fortuna, más seguros de nuestra fuerza física y de nuestra salud, uno de esos imprevisibles golpes del destino nos quita todo.
La vida, la salud y la fortuna no son seguros para nadie. Quien vive en este mundo se pasea al borde de la muerte. Cada uno puede decir, como el salmista David, que está sólo a un paso de la muerte (1 Samuel 20:3). Los que sueñan con prolongar indefinidamente su vida, su bienestar y su capacidad de gozar de placeres, se equivocan fatalmente. La muerte nos acecha a cada minuto demostrándonos lo frágil que es nuestra existencia.
Sólo en Cristo hay seguridad absoluta de vida. Pero la vida que Cristo nos garantiza no es ésa sino otra, la venidera, la vida junto con Él en la eternidad. Hagámonos dueños de esa vida hoy mismo. Dios nos la quiere dar. La única condición es someternos a su señorío.


