En un sentido, era como cualquier programa de televisión: uno de esos programas de violencia, tan del gusto de la mayoría de la gente.
Tres criminales, en un asalto de banco, secuestran a dos mujeres y a cinco niños. Salen con el dinero y sus rehenes, pero los persigue una multitud enfurecida. La multitud agarra a los asaltantes, los cuelga en una horca, les echa gasolina y les prende fuego. «¡Por favor, no me dejen morir así!», grita uno de ellos. Pero los tres cuerpos colgados quedan convertidos en antorchas humanas. ¡Escena macabra de televisión!
Sólo que esto no era un programa de televisión. Era realidad. Un aficionado había grabado en video todo el horrendo suceso ocurrido en Matto Groso, Brasil, en abril de 1991.
Uno no sabe si indignarse contra los criminales asaltantes, que no importándoles la violación de la ley o el daño causado a otros, interrumpen las actividades pacíficas de un banco, o si indignarse contra la multitud furiosa, que sin reflexionar sobre el proceso legal de la justicia, toma en sus manos el asunto y hace de los criminales teas humanas.
Obviamente, entrar a una empresa cualquiera a mano armada, y robar y secuestrar y torturar es uno de los más depravados actos de nuestra sociedad. Pero tomar la ley en las manos también merece reprensión. Eso no es justicia: es venganza.
¿Qué hay detrás de todo esto? En el caso de los criminales, maldad. Maldad de corazón, maldad de alma, maldad de voluntad. Hay en este mundo personas malvadas, con la conciencia insensibilizada y con el corazón muerto, personas que pueden estropear, herir, dañar y matar —incluso a familiares y amigos— sin la más mínima vergüenza.
En el caso de la multitud que se hizo cargo de hacer justicia a su modo, por más que estos criminales merecían ese castigo, castigar con venganza, con furia, con descontrol emocional, es convertirse uno también en criminal.
Si Dios no está en nuestro corazón, no podremos vivir en rectitud y justicia. Estas virtudes brotan del corazón. Cuando Cristo no está en nuestro corazón, no las tenemos. En el nombre de Dios, rindámosle nuestra vida a Cristo. Entreguémosle nuestro corazón. Él hará de cada uno de nosotros una criatura nueva.


