13 ago 2005

El primer golpe de su vida

por el Hermano Pablo

La sala de maternidad en el hospital de Edmonton, Canadá, lucía impecable. Paredes blancas, sábanas limpias, enfermeras solícitas y médicos expertos. Sara Sylvester, de veinticuatro años, lista para dar a luz, esperaba confiada.

«Todavía falta media hora —dijo el doctor—. Vuelvo dentro de un momento.» Pero el bebé nació a los dos minutos. Y nació tan rápido y con tanta fuerza, expelido del vientre como un tapón de champán, que se salió de la camilla y cayó al suelo. «Bueno —comentó filosóficamente el doctor—, que el chiquillo aprenda que esta vida está llena de golpes.» A los cinco días, madre y niño salieron del hospital sin mayores percances.

El doctor tenía razón. Esta vida está llena de golpes. El ser humano recién nacido es como un automóvil nuevo. Luce hermoso, con su pintura reluciente, sus cromos brillantes, su tapizado impecable, su motor funcionando a la perfección, silenciosa y suavemente. Pero van pasando los años, y el hermoso auto último modelo comienza a recibir golpes y rayaduras. El cárter pierde aceite, el radiador se tapona, el tapizado se deshace, la pintura se estropea, la transmisión falla y el embrague patina. El hermoso coche, que era nuevo pocos años atrás, es ahora una ruina.

Eso mismo pasa con el ser humano. Nace hermoso, con todos sus órganos perfectos. Pero pasan los años, y los golpes físicos y emocionales que da la vida van estropeando todo: alma, cuerpo, corazón, sentimientos, conciencia. Y aquel bebé que salió perfecto del vientre de la madre es ahora una farmacia andante, un hospital en miniatura, un consultorio psiquiátrico.

Estos son los golpes que nos proporciona la vida: aquí una enfermedad por una infección fulminante; allá un dolor emocional por algún fracaso, alguna desilusión. El cuerpo y el alma se van resintiendo, van perdiendo salud, fuerza y elasticidad. Y así como pasa con el auto viejo, también pasa con cada uno de nosotros: hay que llevarnos al cementerio.

Dios no quiere que el cementerio sea nuestro destino. Por eso nos ofrece en Cristo una vida nueva, realmente nueva, para vivirla aquí y ahora, libre de miserias y derrotas. Y para después nos ofrece una vida eterna, de la mayor calidad posible, para disfrutarla con Cristo para siempre.

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