Alejandro Lara, de veintinueve años, tomó la lata de gasolina. Su compañera Natividad Flores, de veintiséis, compartía el macabro plan con él. Habían ideado algo inimaginable e increíble, que en efecto llevaron a cabo.
Entre los dos tomaron a la hija de Natividad, Alba Susana Flores, de ocho años, la rociaron con el combustible, y a sangre fría le acercaron un fósforo. La niña ardió en llamas hasta que murió. Los diarios que dieron la noticia la encabezaron con la pregunta: «¿Qué es esto?»
No es para menos que surja esa pregunta. Acaso, ¿qué desobediencia pudo haber cometido una criatura de apenas ocho años de edad para provocar semejante castigo? ¿Qué locura habrá motivado a esos adultos para llevar a cabo una acción tan horrenda? En el informe de la policía se le llamó fríamente a este caso: «asesinato con alevosía».
Si bien es terrible atropellar a un ser humano accidentalmente con el auto y causarle la muerte, es incomprensible arrimar un fósforo encendido al cuerpecito, empapado de gasolina, de una niña tan pequeña e indefensa. Es difícil hasta imaginarlo.
La Santa Biblia, que es la base de la decencia, la ética y la moralidad, dice: «El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal» (Lucas 6:45). Y Jesucristo añade: «Camada de víboras, ¿cómo pueden ustedes que son malos decir algo bueno? De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34).
Esa es la base de todas las acciones humanas. Vivimos por fuera lo que somos por dentro, y aunque por momentos podemos disfrazar las demandas del corazón, éstas se interponen y nuestras intenciones salen a la luz.
Lo que tengamos en el corazón es lo que vamos a reflejar en nuestra vida. Así como somos interiormente, seremos como esposos, padres, gerentes de empresas, profesionales o líderes políticos.
Por eso es tan importante que estemos conscientes de nuestra necesidad de Dios. Él quiere ser nuestro Señor, y cuando eso sucede ya no hay que esconder lo que somos por dentro.

