Cuando Albert Einstein estaba en la escuela primaria, era un niño insociable y, por lo que se dice, torpe mentalmente. Con el tiempo llegó a ser el hombre de ciencia más afamado del mundo. A Tomás Edison lo tildaron de estúpido, y siempre obtenía las peores calificaciones. Cuando llegó a hombre inventó, entre otras muchas cosas, el fonógrafo y la luz eléctrica. También perfeccionó el teléfono.
El padre de Augusto Rodin decía que tenía «a un idiota por hijo». Ese hijo llegó a ser uno de los más grandes escultores de Francia. Ricardo Wagner era indisciplinado en la escuela, no podía aprender latín y finalmente lo expulsaron. Posteriormente compuso obras maestras de la música que revolucionaron la ópera.
Henry Ford, Abraham Lincoln, Napoleón Bonaparte, Salvador Dalí y Edgar Allan Poe todos fueron escolares mediocres, y nadie jamás hubiera pensado que llegarían a la cima a la que llegaron. La verdad es que alcanzaron una descollante actuación en la vida, y llegaron a ser personajes de gran renombre en todo el mundo.
Nadie sabe las posibilidades ocultas que puede haber en un niño silencioso, inhibido, soñador o distraído. El muchacho menos prometedor puede resultar con el tiempo ser un gran personaje. Y el que parece que se va a llevar al mundo por delante con su inteligencia y su chispa, puede apagarse y desvanecerse en el ocaso.
Ahora bien, hay otra esfera en la que se manifiesta este mismo fenómeno. Un pecador, hundido en la abyección más grande, henchido de malas pasiones y pésimas herencias —un individuo violento, procaz, insociable y vengativo, que no tiene otro destino que la cárcel, el patíbulo y el infierno—, puede experimentar una transformación milagrosa. Cuando le cede a Cristo el control de su vida, Cristo lo lava de todos sus pecados con su sangre preciosa vertida en el Calvario, lo limpia y lo regenera con su Palabra de vida, lo purifica y lo santifica con su Espíritu divino. Aquel ser humano infame y despreciable, que ni a sí mismo se aceptaba, se transforma en templo del Espíritu de Dios y ciudadano del reino de los cielos.
Eso hace Cristo con todo el que se entrega a Él de todo corazón y le pide que lo salve.


