2 oct 2004

El fin de la carrera de un Ferrari

por el Hermano Pablo

Eran ya noventa años de vida. Bastante carga, bastante peso, bastante lucha. El anciano, de cabello canoso y noble cabeza de romano antiguo, la apoyó sobre la almohada. No estaba enfermo. No sentía dolores. No tenía penas ni remordimientos ni angustias.

Eran los noventa años que llevaba encima. Demasiados años para un cuerpo mortal. Y el anciano, de Módena, Italia, dio su último resuello, quedando muerto en el sueño. Poco después se difundió la noticia por todo el mundo: «Enzo Ferrari concluyó serenamente su existencia terrenal.»

Quien había muerto era el célebre creador de los autos deportivos y de carrera que llevan su nombre: «Ferrari». Sus autos ganaron, mientras aún vivía su inventor, más de cuatro mil carreras y nueve campeonatos mundiales.

Enzo Ferrari no fue un hombre religioso. Su pasión fue la ingeniería, especialmente ingeniería automotriz. Tenía, junto con su obsesión por los automóviles, una insaciable obsesión por la velocidad.

No quiso ninguna ceremonia religiosa para conmemorar su vida. Su religión, si la tuvo, fueron esos bólidos rojos que él trató de hacer cada vez más bellos, cada vez más elegantes, cada vez más veloces.

Pero tras una larga y exitosa vida, que se prolongó noventa años, él también llegó a la meta final. El ángel de la muerte agitó la bandera a cuadros y le dijo: «Ya no más.» El creador de los autos más famosos de Italia había llegado al fin de su existencia humana.

¿Qué encontró Enzo Ferrari cuando terminó la carrera de su vida? Sólo Dios lo sabe. Pero todo el que pasa por esta vida —ya sea que acumule éxitos, triunfos y riquezas, o que viva todos sus años en total anonimato— tendrá que verse con el Juez eterno. La eternidad le espera a todo ser humano. La gran pregunta que nos queda hacernos cada uno en particular es: ¿Dónde pasaré yo la eternidad?

«¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?», preguntó Jesucristo (Mateo 16:26).

No nos corresponde juzgar la vida de nadie. Ningún ser humano puede decir: «Este es salvo», o: «Aquel está perdido.» Sólo Dios es el infalible Juez de cada individuo. Pero recibir a Cristo como Señor y Salvador es garantía absoluta de salvación eterna. Aseguremos la gloria eterna hoy mismo. Cristo expió nuestros pecados en la cruz del Calvario. Con eso pagó el precio de nuestra salvación. No dudemos en aceptarla.

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