14 may 2004

Suciedad en la sociedad

por el Hermano Pablo

Los vecinos de Wilbur Phelps, de cincuenta y siete años, no aguantaron más y se quejaron a la policía de Gloucestershire, Inglaterra. El hedor que salía de su casa era insoportable. Cuando la policía llegó, tuvo que forzar la puerta. Wilbur no estaba muerto sino sucio. Y su casa era un completo basurero. «No me puedo bañar —explicó Wilbur—. Soy alérgico al agua.» Llevaba nueve años sin bañarse.

Los vecinos de Vivian Rohn, californiana de cincuenta y tres años de edad, se quejaron a la policía. La mujer vivía en un garaje, y el garaje hedía por todos lados. La suciedad que había adentro era increíble. Y lo más curioso: La mujer tenía más de once mil dólares en cheques del Seguro Social que nunca había cobrado. Prefería vivir así.

Grande es el mal cuando la suciedad es física. Provoca quebrantos de salud a la persona descuidada y produce asco a los que tienen que estar cerca del sucio. Pero ¿qué de la suciedad moral? ¿Qué del que vive entregado al total desenfreno de sus pasiones? ¿Qué de aquel a quien no le importan las responsabilidades en su hogar, ni el cónyuge ni los hijos? ¿Qué del que ha dejado su honradez y su dignidad? ¿Acaso esas enfermedades del alma no son suciedad de carácter y peste moral?

Todos llevamos en nuestro ser el resultado de dos fuentes. Una es la fuente divina. Es lo que somos como creación de Dios. Esa parte, a la que se refiere el apóstol Pablo como «el fruto del Espíritu», incluye amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio (Gálatas 5:22,23). Pero también hay algo más en nosotros. Es el resultado de la influencia de Satanás en el género humano a través de nuestros primeros padres, al que San Pablo llama «los obras de la naturaleza pecaminosa»: inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas (Gálatas 5:19‑21).

¿Cómo podemos practicar solamente «el fruto del Espíritu» de Dios en nosotros? Teniendo al Dador de ese fruto en nuestro ser. Por eso tenemos que rendir nuestra vida a Cristo. Sólo en Él hay pureza y no peste.

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