Cuando la evidencia no se hunde

22 mar 2019

Un tripulante era francés; el otro, italiano. El barco era de matrícula yugoslava y el cargamento procedía de Egipto. El mar era el Adriático y la lancha patrullera era de Italia. Y el reflector de la lancha patrullera apuntó al barco, y el francés y el italiano decidieron hundirlo. Llevaban dos toneladas de hachís, en setenta y nueve bolsas plásticas.

Los dos hombres se lanzaron al mar, con la esperanza de que el hundimiento borrara toda evidencia. Sin embargo, para su sorpresa, todas las bolsas flotaron. La lancha patrullera los rescató del mar a ellos y a cada una de las bolsas. Fueron condenados por contrabando de drogas.

Es algo terrible cuando se comete un delito pensando que pueden borrarse todas las pruebas, y éstas aparecen al poco tiempo brillando como luceros. El asesino queda anonadado; el ladrón queda estupefacto; el estafador queda confundido. ¿Y qué del marido?

Hay esposos que piensan que pueden engañar impunemente a su esposa, y quizá lo hagan varias veces sin ser descubiertos. Pero a la postre los delata un cabello rubio en la solapa, o una carta que queda olvidada en un bolsillo, o una factura por joyas que no han sido regalo para la esposa, o una llamada telefónica anónima. Y comienza la tragedia familiar.

Un antiguo proverbio español dice: «El diablo hace las ollas, pero no las tapas.» Tarde o temprano, el delito se descubre; la falta se evidencia; el pecado se delata solo. Y entonces vienen la confusión, la vergüenza, el hundimiento del prestigio, la ruina de la felicidad.

Antes de que las bolsas de evidencia salgan a flote en la superficie, dejemos de hacer lo malo. Esos votos de amor y de fidelidad que se hicieron ante los testigos, ante el clérigo, ante la novia y ante Dios todavía están vigentes. Además, nadie puede detener el reloj del tiempo, y de aquí a veinte o treinta años será cuando más necesidad habrá del refugio de una compañera que haya sido el deleite de la vida desde el día del matrimonio. No echemos a perder esos últimos años por descuidar los primeros.

Ahora es el tiempo de edificar un hogar sólido. Todo matrimonio puede lograrlo. Sólo hay que dedicar algún tiempo del día para hablar los dos con Dios, haciendo de Él el huésped permanente del hogar.

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