«Como a una víctima a quien debían vengar»

29 mar 2024

«Como a media legua del pueblo se levanta el cerro de Itapé.... A ciertas horas... se alcanza a ver el rancho del Cristo en lo alto.

»Allí solía solemnizarse la celebración del Viernes Santo.

»Los itapeños tenían su propia liturgia, una tradición nacida de ciertos hechos no muy antiguos pero que habían formado ya su leyenda.

»El Cristo estaba siempre en la cumbre del cerrito, clavado en la cruz negra, bajo el redondel de espartillo terrado semejante al toldo de los indios, que lo resguardaba de la intemperie. No necesitaban, pues, representar las estaciones de la crucifixión. Luego del sermón de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Las manos se tendían crispadas y trémulas hacia el Crucificado. Lo desclavaban casi a tirones, con una especie de rencorosa impaciencia. El gentío bajaba el cerro con la [imagen] a cuestas ululando roncamente sus cánticos y plegarias. Recorría la media legua de camino hasta la iglesia, pero el Cristo no entraba en ella jamás. Llegaba hasta el atrio solamente. Permanecía un momento, mientras los cánticos arreciaban y se convertían en gritos hostiles y desafiantes. Un rato después las parihuelas giraban sobre el tumulto y el Cristo regresaba al cerro en hombros de la procesión brillando con palidez cadavérica al humeante resplandor de las antorchas y de los faroles encendidos con las velas de sebo.

»Era un rito áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de insurgencia colectiva, como si el espíritu de la gente se encrespara al olor de la sangre del sacrificio y estallase en ese clamor que no se sabía si era de angustia o de esperanza o de resentimiento, a la hora nona del Viernes de Pasión.

»Esto nos ha valido a los itapeños el mote de fanáticos y de herejes.

»Pero la gente de aquel tiempo seguía yendo año tras año al cerro a desclavar el Cristo y pasearlo por el pueblo como a una víctima a quien debían vengar y no como a un Dios que había querido morir por los hombres.

»Acaso este misterio no cabía en sus simples entendimientos.»1

Así describe el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, en su novela titulada Hijo de hombre, la triste tradición de sus paisanos itapeños en torno al Redentor al que millones de personas alrededor del mundo también veneran como el Hijo de Dios, como sin duda lo veneran ellos. Y tiene toda la razón el autor al reconocer que es una dualidad misteriosa la que encierra la persona de Jesucristo. Como «Hijo del hombre», Jesús se identifica plenamente con la humanidad perdida; en cambio, como «Hijo de Dios», el Cristo es enviado al mundo por el Padre celestial a fin de redimirnos al morir por nosotros voluntariamente, como bien lo señala Roa Bastos. Muere en nuestro lugar al llevar nuestros pecados en la cruz del Calvario. Y esa cruz, a la que Jesucristo deja que lo claven hombres por los que está dando su vida, es la misma cruz desde la que simbólicamente lo desclavan los itapeños cada Viernes Santo.

Gracias a Dios, es precisamente por el misterio de la encarnación que culminó con el misterio de la crucifixión seguido por la gloriosa resurrección, que a todos los que por la fe aceptamos su misterioso plan divino nos ofrece la salvación, el perdón de pecados y la vida eterna.


1 Augusto Roa Bastos, Hijo de hombre (New York: Penguin Books, 1996), pp. 7,8.
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