«La maestra que me enseñó a leer»

22 jun 2021

(Día del Maestro en El Salvador)

«Tuve una tía materna... que se había formado como maestra, al modo antiguo de los buenos educadores—cuenta el escritor salvadoreño Francisco Andrés Escobar en su obra titulada El país de donde vengo—. Nunca quiso trabajar en las escuelas ya establecidas. Más bien buscó ejercer la educación de una manera independiente: organizó una escuelita privada [que tuvo durante más de cuarenta años], y se dedicó a enseñar las primeras letras a los niños....

»El trabajo de aquella maestra era profundo y sencillo. Enseñaba a leer y a escribir ¡con el famoso libro de Mantilla! Sólo cuando ya se tenía cierta habilidad para descubrir significados y para expresar esos significados en grafías, se pasaba a Abejitas, un libro que esperábamos con ilusión.

»Sobre esos textos, mi tía ejercitaba un método elemental, pero [eficaz]. Primero, lectura colectiva en voz alta, una veintena de veces; después, repaso individual [mientras] ella se paseaba entre las bancas para auxiliar [en las] dificultades o enmendar indisciplinas. Luego venía la evaluación de lo aprendido: cada niño pasaba al pupitre de “la señorita” a “darle la lección”.... Los que habían aprendido recibían una suave y cálida palabra de estímulo; los que no, una reconvención administrada con cuidadoso tacto.

»... Un niño, al que apodábamos Gorgojo —porque era pequeño, negrito [y] bravo...—, afrontaba dificultades para leer, pero intentaba arreglárselas. Una vez, mi tía lo puso a deletrear: efe u: fu; ese i ele: sil. ¿Todo junto? (...) ¿Todo junto? Y guiándose por el dibujo que acompañaba a la palabra, el niño [no] dijo [fusil sino]: ¡Escopeta! La carcajada fue atronadora. Desde entonces ejercimos con mayor propiedad nuestra [falta de misericordia] y le añadimos un término al apodo: Gorgojo con Escopeta.

»Mi tía me enseñó a leer muy temprano en la vida y despertó en mí un gusto enorme por los libros, que ya nunca pude perder. Mis primeras fantasías literarias arrancaron de Abejitas y pasaron luego por todos los libros que ella, con certera intuición, me fue proporcionando.»1

Sin duda a quienes aprendieron a leer y a escribir de ese modo, esta descripción de Francisco Andrés Escobar ha de recordarles ciertas experiencias de su niñez, algunas buenas y otras malas. Las buenas serán las de «una suave y cálida palabra de estímulo»; las malas, de un regaño que tal vez no fuera administrado con ningún tacto.

Gracias a Dios, cuando Él nos dirige la palabra a quienes formamos parte de su Iglesia, lo hace con el fin exclusivo de edificarnos, animarnos y consolarnos.2 De modo que, al hacernos discípulos de su Hijo Jesucristo, durante nuestro aprendizaje, siempre podemos contar con palabras de estímulo o, de ser necesario, palabras pronunciadas «con cuidadoso tacto».


1 Francisco Andrés Escobar, El país de donde vengo (San Salvador: UCA Editores, 2006), pp. 152-54.
2 1Co 14:3
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