La princesa convertida en montaña

21 sep 2020

(Día del Amor y de la Amistad en Bolivia)

Allá por 1550, los indígenas matagalpas habitaban en el valle de Sébaco, bajo el liderazgo del cacique Yamboa. Habían encontrado yacimientos de oro en una cueva en las montañas cercanas hacia el norte del poblado. Pero guardaban el secreto, y con mayor determinación cuando supieron que los españoles lo buscaban con desenfrenada ambición.

Al llegar los soldados españoles, descubrieron que algunas indígenas relacionadas con el cacique lucían collares con pepitas de oro que eran tan grandes como las semillas de tamarindo.

El cacique hizo varios regalos de grandes cantidades de tamarindos de oro para el rey de España. Pero eso no hizo más que despertar la ambición de los conquistadores, quienes establecieron una guarnición de soldados muy cerca del poblado.

En eso llegó de Córdoba, España, un joven llamado José, que acababa de cumplir los veinte años, y pidió permiso para quedarse allí en Sébaco. Después de ubicarse e investigar la historia del lugar, constató que su padre, el teniente Joseph Lopes de Cantarero, había muerto en un combate con los indígenas en la región de Cihuacoatl, defendiendo a un capitán de apellido Alonso que había arrebatado unas piezas de oro a unas indígenas, y que había perecido posteriormente por tratar de encontrar los yacimientos por la fuerza.

José hizo lo que pudo para trabar amistad con la gente allegada al cacique, y encontró la manera de conocer a la hija del cacique, llamada Oyanka. Durante varios meses se dedicó a hacerse amigo de ella, a aprender la lengua de los matagalpas y a enseñarle a ella el idioma castellano.

Oyanka tenía unos diecisiete años de edad, la tez bronceada, ojos café ámbar, facciones finas, un tanto sensuales, y cabello largo muy hermoso. No es de extrañarse, entonces, que José se enamorara de ella. Pero él no abandonó su meta de enriquecerse, sino que, jurándole que guardaría el secreto, logró que ella lo llevara a ver dónde extraía su padre los tamarindos de oro.

Sin que nadie más lo supiera, Oyanka y José caminaron dos horas desde el poblado de Sébaco hacia las montañas del poblado del Guayabal, y entraron en la cueva prohibida, donde José fácilmente pudo desprender grandes botones de oro del tamaño de semillas de tamarindo y guardar siete en su bolso, los cuales llevó de regreso al pueblo.

Cuando el padre de Oyanka se enteró del paradero de su hija, se disgustó mucho y ordenó el encierro de la princesita y la captura del atrevido jovenzuelo. Pero no mató a José, sino que se deshizo de él entregándoselo a los indígenas yarinces de la raza caribe.

Oyanka, privada de libertad y de su novio, se deprimió tanto que dejó de comer, diciendo que no podía vivir sin José. Fue así como, después de varias semanas, cayó en un sueño del que sólo el regreso de su amado podría rescatarla.

Pasados ya cuatrocientos años, Oyanka se ha convertido en piedra, y está a la vista de su pueblo, recostada de espaldas, en el cerro que lleva su nombre.1

¡Quiera Dios que así como «Oyanka, la princesa que se convirtió en montaña», cuya leyenda relata en detalle el autor nicaragüense Eddie Kühl Arauz, no podía vivir sin José, también nosotros determinemos que no podemos vivir sin Cristo!2 Pues sólo el regreso de Cristo como nuestro Amado podrá rescatarnos de nuestro sueño final.3


1 Eddie Kühl Arauz, «Oyanka, la princesa que se convirtió en montaña», Indios matagalpas: Lengua, cuentos y leyendas (Managua, Nicaragua: Editorial La Prensa, 20006), pp. 45‑50.
2 Fil 1:21
3 Jn 11:11-44; Col 3:4; 1Ts 4:13-18
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