«El gol de la muerte» (1a. Parte)

7 sep 2020

«Un aire frío se abatía sobre las calles de la ciudad.... El cielo mostraba ese color gris que Herman Melville describía en su novela Moby Dick, cuando llamaba a Lima la ciudad más triste del mundo.»1

Así describe el periodista peruano Efraín Rúa la tarde del 24 de mayo de 1964 en que la Selección Nacional de Fútbol del Perú enfrentó a la de Argentina, procurando un cupo para los Juegos Olímpicos de Tokio mediante una victoria o al menos un empate. Esa tarde ocurrió la peor tragedia en la historia del fútbol, y sin embargo quizás una de las menos conocidas, «la tragedia del Estadio Nacional». Rúa la recuenta con lujo de detalles, cincuenta años después, en su libro titulado El gol de la muerte por la controvertida anulación del gol de «Kilo» Lobatón, que hubiera determinado el empate cuando faltaban sólo diez minutos para que finalizara el partido.

Es que, a causa de esa decisión arbitral, un hincha saltó al campo y persiguió al árbitro, otro se lanzó a la cancha con una botella en la mano, y otros tantos tiraron botellas y toda clase de objetos hacia el terreno de juego. La policía intervino, primero protegiendo a los futbolistas argentinos, y luego lanzando gases lacrimógenos hacia el público, impulsándolo así a salir en tropel. Pero muchos no lo consiguieron a causa de la orden que alguien había dado de cerrar las puertas metálicas de entrada y salida, por lo que perecieron atropellados o asfixiados. Murieron, en total, más de 320 personas.2

Entre las víctimas se encontraba el menor Hernando Díaz López, que había recibido como regalo de su cumpleaños número 13 una entrada para ver el partido. «Quiso ver jugar a sus ídolos, y ahora está muerto», comentaría, entristecido, uno de sus familiares.

En el Hospital Nacional Dos de Mayo, los cadáveres estaban amontonados en los patios, en filas de diez o doce: 112 cuerpos en total. A Eduardo Fernández se le escuchó clamar: «¡Mi pobre hijo no quería ir al estadio, y yo lo llevé a la fuerza, sin pensar que esto iba a ocurrir!»

En las afueras del Palacio de Gobierno, un coro repetía airado: «¡Justicia!, ¡Justicia!», y luego entonó el Himno Nacional. El «Somos libres» se interpretó como una melodía matizada de dolor y pena.

El martes 26 de mayo, Lima fue testigo de un desfile interminable de féretros rumbo al cementerio. Era la procesión fúnebre más larga que la ciudad jamás hubiera visto. Entre los cuerpos se contaban los de once niños que un japonés de Barrios Altos acostumbraba a llevar gratis al estadio.

«¡Dios nos ha castigado!», había exclamado un hombre el día de la tragedia.3 ¿Tenía razón aquel hombre? ¡No, de ninguna manera! Dios no quería que el pueblo peruano muriera sino todo lo contrario: que disfrutara de vida plena. Por eso había enviado al mundo a su Hijo Jesucristo, para que le diera ejemplo de cómo vivir, y luego muriera en su lugar y lo librara así de las cadenas del pecado que lo separaban de Él. Sigamos, pues, ese ejemplo divino de amor y de sacrificio. Sólo así podemos ser verdaderamente libres.4


1 Efraín Rúa, El gol de la muerte: La leyenda del Negro Bomba y la tragedia del estadio (Breña, Perú: Ruta Pedagógica Editora SAC, 2014), p. 25.
2 Ibíd., pp. 49-62, contratapa; «Tragedia de Lima: el gol anulado que desató la peor tarde del fútbol», Redacción BBC Mundo, 24 mayo 2014 <https://www.bbc.com/mundo/noticias/2014/05/ 140523_finde_tragedia_lima_50_aniversario_peru_argentina> En línea 11 abril 2020.
3 Rúa, pp. 62, 85-86, 89-90, 116-17, 66.
4 Ez 18:23; 33:11; Lc 4:18; Jn 3:16; 8:32,36; 10:10-14; Gá 5:1,13
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