La inmortalidad: ¿mito o realidad?

21 jul 2020

Era el año 1533. Francisco Pizarro, que había iniciado la conquista con sólo 110 soldados a pie y 67 caballos, ahora marchaba hacia Cusco al frente de un gran ejército. Se debía eso a que Manco Cápac, el nuevo emperador de los incas, había unido sus fuerzas de miles de guerreros al puñado de conquistadores. No obstante, los jefes de su medio hermano Atahualpa no escatimaban esfuerzos por impedir el avance. De pronto, en el valle de Xaquixaguana, uno de sus mensajeros cayó en manos de Pizarro.

El fuego comenzó a lamerle las plantas de los pies al inca interrogado.

—¿Qué dice el mensaje que llevas?
El mensajero, acostumbrado a los trotes interminables a través de los vientos helados de la cordillera de los Andes y el calor abrasador del desierto, aulló, pero mantuvo silencio. El oficio de chasqui lo había habituado al dolor y a la fatiga. Así que aguantó todo el tormento que pudo, y soltó la lengua:

—Que los caballos no podrán subir las montañas.

—¿Qué más?

—Que no hay que tener miedo. Que los caballos espantan, pero no hacen mal.

—¿Y qué más?

Sus verdugos lo obligaron a pisar el fuego.

—¿Y qué más?

Ya había perdido los pies, y se aproximaba el momento en que había de perder la vida, cuando por fin dijo:

—Que ustedes también mueren.1

Aquel diálogo fatal que sostuvo la víctima con sus verdugos se comprende mejor cuando se toma en cuenta el temor que se había apoderado de los indígenas andinos. Tenían miedo del poder de esos extraños seres barbudos cuyas armas y caballos desconocían. ¡Tan extraños eran que algunos pensaban que el hombre y el caballo eran un solo ser! Tal vez fueran inmortales...

El que los incas descubrieran que los españoles eran simples mortales no contradecía la religión que éstos se proponían imponerles. El libro sagrado de los conquistadores decía —como aún dice— que «está establecido que los seres humanos mueran una sola vez, y después venga el juicio».2 Es decir, ¡ni siquiera contempla la reencarnación! Y uno de sus máximos apóstoles, San Pablo, ya había afirmado que Dios pagaría a cada uno según lo que hubiera hecho. A los que perseveraran en las buenas obras, buscando gloria, honor e inmortalidad, les prometía vida eterna. Pero a los que por egoísmo rechazaran la verdad para aferrarse a la maldad, les esperaba el gran castigo de Dios.3

El colmo de la tragedia que suscitaron Pizarro y sus verdugos es que fueron además los culpables de que aquellos nobles incas no llegaran a conocer al verdadero Dios español. Por eso, sus víctimas no pudieron clamar como el rey David: «¡Con tu mano, Señor, sálvame de estos mortales que no tienen más herencia que esta vida!»4 De lo contrario, le hubieran pedido que los salvara, y Él les hubiera concedido la inmortalidad que acompaña a la vida eterna.


1 Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), p. 105.
2 Heb 9:27
3 Ro 2:6‑8
4 Sal 17:14
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