Matrimonio y mortaja

12 feb 2016

Nacieron en Tailandia en 1811. Pero no fue un nacimiento cualquiera. Una membrana los unía a la altura del pecho, de modo que no podían separarse. Eran los primeros gemelos que nacieran físicamente unidos. Como en aquel entonces Tailandia llevaba el nombre de Siam, eran «hermanos siameses», lo cual dio pie a que se acuñara ese término para describir a los que así nacieran posteriormente.

A pesar de su extraordinaria unión física, Eng y Chang llegaron a contraer matrimonio con dos gemelas inglesas —éstas, separadas— de las que ambos tuvieron hijos. Durante más de un cuarto de siglo recorrieron el mundo exhibiéndose como parte del espectáculo de un circo, hasta que un día en Nueva York, a los sesenta y tres años de edad, Chang sufrió una embolia cerebral mientras dormía. Sólo dos horas después, Eng pereció también, víctima del espanto que lo paralizó al despertarse y ver muerto a su «inseparable» hermano. Con razón dice el refrán: «Matrimonio y mortaja del cielo bajan.»1

Este refrán proclama que nuestros actos capitales no son en absoluto producto del azar ni del libre albedrío sino cumplimiento del destino. Y el destino no es más que una cadena de sucesos que consideramos fatales y necesarios. De ahí el hermano refrán que dice: «Nadie muere la víspera».2

Si bien es cierto que tenía razón el sabio Salomón cuando concluyó que «nadie sabe cuándo le llegará su hora»,3 también es cierto que la tenía San Pablo cuando afirmó: «Dios no nos destinó a sufrir el castigo sino a recibir la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él murió por nosotros para que, en la vida o en la muerte, vivamos junto con él.»4 ¡Qué alentadoras son esas palabras del apóstol! Con toda claridad nos da a entender que hay un solo destino predeterminado por nuestro Creador, destino del que somos indignos y no víctimas. Y ese destino que «del cielo baja» no nos ata ni nos convierte en esclavos de la voluntad divina, sino que nos libera y nos convierte en personas realizadas a semejanza de nuestro Creador, libres para optar vivir a su lado para siempre.

De modo que algún día en vez de pensar como tal vez pensara el hermano siamés Eng: «Sucedió lo que tenía que suceder», podremos testificar más bien: «Sucedió lo que Dios quiso que sucediera. Me hice hijo suyo al recibir a su Hijo Jesucristo como mi Salvador y mi hermano adoptivo, junto con la promesa de que estará conmigo hasta el fin del mundo. Esa noche, después de dormirme, desperté y vi que estaba vivo ese “inseparable” hermano mío que había muerto en la cruz por mí. Pero no morí del susto, sino que comencé a vivir con la felicidad que me dio por toda la eternidad.»


1 Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), p. 27.
2 Gonzalo Soto Posada, Filosofía de los refranes populares, 2a ed. (Bogotá: Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 1994), p. 276.
3 Ec 9:12
4 1Ts 5:9-10
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