31 mar 2021

imprimir
«Dios ha de aprender padeciendo»
por Carlos Rey

Después de cuarenta y cinco años de ausencia, la anciana volvía a su país natal. En el vuelo de Ginebra a Madrid vio el cielo de España, y no pudo contener su emoción. Allí abajo estaba su patria, la tierra que abandonó en 1939, al terminar la guerra civil. Ahora, en su vejez, volvía a verla.

Se trataba de María Zambrano, escritora, pensadora y política republicana. Cuando los periodistas le preguntaron cómo se sentía al estar de nuevo en su tierra y qué ideas había aportado ella para el desarrollo del pensamiento, ella respondió: «Yo no he vivido de ideas sino de experiencias. No he conocido nada que no haya sufrido y padecido al mismo tiempo. He vivido ese saber que aparece en la tragedia griega, en Agamenón, cuando se dice que Dios mismo ha de aprender padeciendo.»

He aquí una frase que tiene repercusiones teológicas: «Dios mismo ha de aprender padeciendo.» La pronunció primeramente Agamenón, rey legendario de Micenas, en la tragedia griega que lleva su nombre, y la citó, quizá por haberse identificado con ella, la escritora española María Zambrano. Pero la frase es bíblica, y el pensamiento que encierra es uno de los más profundos de la teología. Sugiere que Dios mismo tuvo que aprender a identificarse con el hombre mediante el sufrimiento. Porque el sufrimiento es toda una escuela filosófica, en la que se aprenden verdades que de otro modo no se llegan a comprender.

En el libro bíblico a los Hebreos leemos lo siguiente: «En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen».1 De ahí que tuviera razón la frase de Agamenón. Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre, y aprendió la obediencia mediante el padecimiento.

Cristo tuvo que sufrir los dolores del hombre, soportar sus tentaciones y conocer sus terrores. Pero por eso mismo es un Salvador perfecto y un Maestro y Consejero sin igual. Podemos acercarnos a Él con toda confianza y contarle todas nuestras angustias. Según el mismo escritor a los Hebreos, «era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo.... Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos».2


1 Heb 5:7‑9
2 Heb 2:17,18; 4:14‑16