24 mar 2021

imprimir
de nuestro puño y letra
Un precio muy elevado
por Carlos Rey

Los salteadores de caminos de antaño, cuando se les acercaba un forastero, se ofrecían para reclavar las herraduras de su caballo. Lo hacían con el fin de meterle en el casco un clavo demasiado largo, que poco a poco le lastimaría la pata. Si caía en la trampa, el infeliz viajero se veía obligado a detenerse pocos kilómetros más adelante, a suficiente distancia del pueblo como para evitar sospechas. Y como aves de rapiña, los asaltantes le caían encima a su víctima impotente y le robaban el caballo y todo lo que llevaba consigo.1

A esa antigua práctica se le ha atribuido el origen de la expresión «clavar a alguien», que actualmente se emplea con el sentido de engañar en el precio, cobrando de más. Si algo tienen en común la antigüedad y la actualidad, es la abundancia de casos en que «alguien clava a alguien». Eso sí que no ha cambiado con el paso del tiempo, porque todo el mundo es susceptible al engaño. Hasta las personas más astutas bajan la guardia y se dejan engañar alguna vez en la vida. ¿Acaso se dejará engañar también Dios?

Hay un solo aspecto en el que se pudiera pensar que Dios se haya dejado engañar, y es precisamente en el precio que pagó por nuestra salvación. Sabemos que el Padre celestial envió a su Hijo al mundo para ser clavado en una cruz y morir por nosotros. San Pedro nos lo explica en estos términos: «Ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo.»2 La pregunta que bien podemos hacernos es: ¿No habrá pagado Dios más de la cuenta para redimirnos de nuestro pecado? A simple vista, parece que no debió haberle costado tanto nuestro rescate.

Lo cierto es que Jesucristo sabía que su muerte en la cruz era el único modo de redimir a la humanidad perdida. Por eso les explicó vez tras vez a sus discípulos que era necesario dejarse matar y resucitar al tercer día.3 A juicio suyo, porque no había otro modo de salvarnos, valía la pena el sacrificio supremo por nosotros. De modo que Cristo no fue víctima de engaño. Fue por amor que pagó muchísimo más de lo que nosotros mismos pensamos que valemos.

Si bien heredamos de nuestros antepasados la tendencia a «clavar a alguien», heredamos de Dios la tendencia a «amar a alguien» al extremo de dar la vida por esa persona. Por lo tanto, en lugar de «clavar al prójimo», clavémonos más bien a nosotros mismos, llevando nuestra cruz cada día y siguiendo a Cristo. Sólo así lograremos salvarnos.4


1 Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 85.
2 1P 1:18,19
3 Mt 16:21; Mr 8:31; Lc 9:22
4 Lc 9:23,24