9 ago 2019

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de nuestro puño y letra
Bienvenida al cielo
por Carlos Rey

Me sentí admirada, confundida y perpleja
al entrar por la puerta del cielo,
no por lo esplendoroso del ambiente,
ni por las luces ni por todo lo bello.

Algunos a quienes vi en el cielo
me dejaron sin habla, y quedé sin aliento:
ladrones, mentirosos y alcohólicos...
¡como si aquello fuera un basurero!

Estaba allí el niño que en séptimo grado
al menos dos veces me robó el almuerzo.
Junto a él se encontraba mi viejo vecino
que nunca dijo nada amable ni sincero.

Muy cómodo, sentado en una nube,
vi a uno que imaginaba ardiendo en el infierno.
Y pregunté a Cristo: «¿Qué está ocurriendo aquí?
Quisiera que ahora me explicaras esto.

»¿Cómo han llegado aquí esos pecadores?
Creo que Dios debe de haberse equivocado.
Y ¿por qué están boquiabiertos y callados?
Explícame este enigma. ¡No comprendo!»

«Hija mía, te contaré el secreto.
Todos ellos están asombrados.
¡Nunca ninguno se hubo imaginado
que tú también estarías en el cielo!»1

Este poema acerca de «La gente en el cielo», escrito por Taylor Ludwig y traducido del inglés por el poeta Luis Bernal Lumpuy, nos hace reflexionar sobre los requisitos para entrar en el cielo. Para efectos de este mensaje, le hemos puesto por título «Bienvenida al cielo», a fin de poner de relieve su moraleja: que muchos se sorprenderán al descubrir que a otras personas, presuntamente menos buenas que ellos, Dios les haya dado entrada en el cielo. ¿Acaso merecen pasar la eternidad en tal lugar? ¡Es el colmo que Dios les dé la bienvenida!

Lo cierto es que no hay ninguno de nosotros, ni uno solo, que merezca semejante destino.2 No hay nada que nadie en el mundo pueda hacer para merecer o ganarse la entrada en el cielo, porque ya todo lo hizo Jesucristo. Cualquiera que piense que su buena conducta, sus buenas obras o sus penitencias sean la moneda con que se compra el boleto de entrada no sólo se engaña a sí mismo sino que ofende a Dios. Porque esa actitud de autosuficiencia es lo mismo que decirle a Cristo: «Tu muerte en la cruz por mis pecados no bastó para salvarme. Ese sacrificio supremo que hiciste por mí fue en vano. Es necesario que yo mismo, por mis propios méritos, haga algo para ganarme la entrada.»

La única llave que abre la puerta del cielo es la llave de la misericordia, del gran amor y de la gracia de Jesucristo, el Hijo de Dios, y sólo podemos valernos de ella por la fe. El apóstol Pablo nos lo explica así:

... Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados! Y en unión con Cristo Jesús, Dios nos resucitó y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales, para mostrar en los tiempos venideros la incomparable riqueza de su gracia, que por su bondad derramó sobre nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte.3


1 J. Taylor Ludwig, «Folks in Heaven» (La gente en el cielo) En línea 4 abril 2005 <http://allpoetry.com/poets/Iluvitar>, Traducción del inglés de Luis Bernal Lumpuy, 2005; <books.google.com/books?isbn=1449768989> En línea 4 diciembre 2014.
2 Ro 3:9‑12
3 Ef 2:4‑9