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Al contemplar un imponente monumento como el Acueducto de Segovia, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1985, bien pudiéramos preguntarnos: ¿Qué fue primero: la ciudad o su famoso acueducto? Lo cierto es que esa maravilla de ingeniería fue obra más bien de la capacidad administrativa y técnica del Imperio Romano, que la construyó y dejó en ese sitio. Y fue eso lo que propició el asentamiento de la ciudad. De modo que Segovia se encuentra donde se encuentra gracias al acueducto, y no a la inversa.2 Así como los primeros pobladores de Segovia reconocieron la gran ventaja que ofrecía el tener asegurado el suministro de agua que sacia la sed física, también nosotros necesitamos reconocer la enorme ventaja que se nos ofrece de tener asegurada la provisión de agua que sacia la sed espiritual. Quien nos la ofrece es Jesucristo, el Hijo de Dios. En una conversación que Él tuvo con una mujer de Samaria a la que le había pedido que le sacara agua de un pozo, Jesús le dijo: ―Si supieras lo que Dios puede dar, y conocieras al que te está pidiendo agua, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua que da vida. ―Señor... ¿de dónde... vas a sacar esa agua que da vida? [—preguntó la mujer—.] ―Todo el que beba de esta agua [del pozo] volverá a tener sed —respondió Jesús—, pero el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna. ―Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed [—le pidió la mujer].3 Más vale que así también nosotros le pidamos esa agua, que es la única del mundo capaz de saciar nuestra sed espiritual. |
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