21 may 13

imprimir
«A ver si nos ponemos de acuerdo»
por Carlos Rey

Muchas naciones del mundo actual han adoptado la política de no negociar con terroristas, pase lo que pase. Ya que lo hacen a expensas de sus pobres ciudadanos que pudieran llegar a ser rehenes víctimas del terrorismo o de la delincuencia internacional, hay quienes critican esta determinación. Es decir, se oponen a la inflexibilidad de sus respectivos gobiernos, a pesar de que el ceder a las exigencias de estos delincuentes no garantiza que dejen en libertad a sus rehenes, mientras que sí garantiza que vuelvan a cometer el delito, tomando rehenes en pro de su causa. A quienes piensan que tales exigencias delictivas son novedosas, conviene recordarles el siguiente caso que se dio en la antepenúltima década del siglo veinte.

Sucedió en las impresionantes oficinas de la aerolínea Pan American en la ciudad de Nueva York. El gerente de la compañía y su personal ejecutivo se encontraban en una tremenda encrucijada. Una banda de maleantes había robado una gran cantidad de boletos de avión, en blanco. El valor de esos boletos ascendía a más de un millón de dólares, una considerable suma en aquellos días.

En medio de la crisis, recibieron una llamada telefónica de parte de los delincuentes, quienes les hicieron una propuesta. Si la compañía les pagaba cincuenta mil dólares, ellos devolverían intactos los boletos robados.

Se trataba de un negocio insólito, por supuesto, pero conveniente a fin de cuentas. En lugar de correr el riesgo de perder un millón de dólares, podían garantizar que no perderían más que cincuenta mil.

Así que hicieron el trato, con la aprobación de las autoridades competentes. Pan American pagó cincuenta mil, y los ladrones devolvieron los boletos tal como habían acordado.

Este caso nos lleva a preguntarnos: ¿Qué pasaría si se generalizara esta clase de transacciones con los delincuentes? ¿Sería posible vivir tranquilos en una sociedad donde el atraco, el robo y el engaño fueran siempre negociables? ¿Soportaríamos que sólo se tratara de establecer el precio del rescate, ya fuera un secuestro o un hurto, un homicidio o un adulterio?

Si bien, en lo que nos toca a nosotros, la respuesta parece evidente, tal vez para muchos no sea tan obvia en lo que tiene que ver con Dios. Pues Dios envió a su único Hijo, Jesucristo, a pagar con su vida misma el rescate de todas nuestras transgresiones, desde las más insignificantes hasta las más repugnantes. Y mantiene abiertas las líneas de comunicación de sus oficinas celestiales para tratar con todos los pecadores de este mundo que lo llamen.

«Vengan ya —dice el Señor—, vamos a discutir en serio, a ver si nos ponemos de acuerdo.... Sus pecados los han manchado como con tinta roja; pero yo los limpiaré. ¡Los dejaré blancos como la nieve!»1 Basta con que le pidamos a Dios que nos limpie de todo pecado para que se haga efectivo el precio de sangre que Cristo pagó por nuestro rescate.


1 Is 1:18 (TLA)