29 mar 13

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de nuestro puño y letra
Embriagado de amor
por Carlos Rey

Yo pequé, mi Señor, y tú padeces;
yo los delitos hice y tú los pagas;
si yo los cometí, ¿tú qué mereces,
que así te ofendan con sangrientas llagas?
Mas voluntario, tú, mi Dios, te ofreces;
tú del amor del hombre te embriagas;
y así, porque le sirva de disculpa,
quieres llevar la pena de su culpa.

Pues en los miembros del Señor, desnudos
y ceñidos de gruesos cardenales,
se descargan de nuevo golpes crudos,
y heridas de nuevo desiguales:
multiplícanse látigos agudos
y de puntas armados naturales,
que rasgan y penetran vivamente
la carne hasta el hueso transparente.

Hierve la sangre y corre apresurada,
baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo,
y la tierra con ella consagrada
competir osa con el mismo cielo;
parte líquida está, parte cuajada,
y toda causa horror y da consuelo;
horror, viendo que sale desta suerte,
consuelo, porque Dios por mí la vierte.

Añádense heridas a heridas,
y llagas sobre llagas se renuevan,
y las espaldas, con rigor molidas
más golpes sufren, más tormentos prueban;
las fuerzas de los fieros desmedidas
más se desmandan cuanto más se ceban;
y ni sangre de Dios les satisface,
ni ver a Dios callar miedo les hace.

Alzan los duros brazos incansables,
y el fuerte azote por el aire esgrimen,
y osados, más y más inexorables,
braman con furia, con braveza gimen:
rompen a Dios los miembros inculpables,
y en sus carnes los látigos imprimen,
y su sangre derraman, sangre digna
de ilustre honor y adoración divina.

Estos apasionados versos son de la inspiración del poeta español Fray Diego de Hojeda, que residió en el Perú casi toda su vida entre los siglos dieciséis y diecisiete.1 En ellos proclama que el terrible sufrimiento de la pasión de Cristo es también la más terrible injusticia. Quienes debiéramos sufrir somos nosotros, y sin embargo es Aquel que jamás pecó, el Señor Jesucristo, quien padece la más cruel tortura en la cruz del Calvario. Embriagado de amor por nosotros, Cristo mismo se ofrece voluntariamente porque quiere llevar la pena de nuestra culpa. ¡Es realmente insuperable esa figura del Hijo de Dios embriagado de amor por la humanidad perdida!

Fue Isaías quien primero anunció ese martirio que iba a sufrir Cristo, el ungido de Dios. No seamos culpables, como predice el profeta, de despreciar y rechazar a ese «varón de dolores, hecho al sufrimiento».2 Aceptemos más bien el precio supremo que pagó para salvarnos, y digámosle: «¡Gracias, Señor, porque padeciste por mis pecados y porque, embriagado de amor por mí, quisiste llevar la pena de mi culpa!»


1 Fray Diego de Hojeda, La Cristiada (Sevilla, 1611), citado en Orlanzo Gómez Gil, Historia crítica de la literatura hispanoamericana desde los orígenes hasta el momento actual (New York: Holt, Rinehart & Winston, 1968), pp. 95‑98; Diccionario Enciclopédico Sopena, Tomo II, «Hojeda, Diego de» (Barcelona: Editorial Ramón Sopena, 1978), p. 1178.
2 Is 53:3