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Un amigo me contó Se puso a mirar un día Sintió un poquito de envidia Saltando fue al palomar «Palomas, yo quiero ser Tras larga conversación, Pero a fin de complacer Se buscaron un cordel La rana debía tomar Al fin pudieron lograr Se oyó al público exclamar: »¿A quién se le habrá ocurrido La insoportable emoción Nada más hay que añadir... Esta fábula versificada por el poeta cubano Luis Bernal Lumpuy nos recuerda el refrán que dice: «Por la boca muere el pez», porque fue precisamente debido a su boca que murió la rana. No aguantó las ganas de hacer alarde de su hazaña, sino que la proclamó a los cuatro vientos. El acto mismo de abrir la boca provocó su caída, ya que al hacerlo se soltó de la cuerda y se estrelló contra el suelo. Hay un personaje bíblico muy conocido que, al igual que la rana, fue llevado al cielo, pero no transbordado por palomas sino por el Espíritu Santo. Se trata del apóstol Pablo, que aclara que sólo Dios sabe si su viaje «al tercer cielo» fue físico o espiritual. En aquel «paraíso» San Pablo «escuchó cosas indecibles que a los seres humanos no se nos permite expresar». A raíz de esa experiencia, sostiene que podría jactarse, pero decide más bien que no hará alarde sino de sus debilidades. Porque Dios le ha mostrado que su poder divino sólo se perfecciona en nuestra debilidad humana.1 En ese pasaje de la segunda carta de San Pablo a los corintios, el sufrido apóstol nos enseña que Dios hace todo lo posible para que no nos volvamos presumidos.2 Más vale que le hagamos caso y que aprendamos la lección de la rana voladora. En vez de volvernos presumidos volando por los cielos, haciendo alarde de nuestro propio ingenio, saltemos y exaltemos a Dios, haciendo alarde del prodigioso ingenio divino. |
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