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Ocurrió en Rusia donde, en invierno, la nieve cae en abundancia. Un tren de pasajeros se acercaba a Nelidovo, pequeña estación al oeste de Moscú. Al otro lado de la estación, y sobre la misma vía, estaba detenido un carguero. El encargado levantó la señal. Era la luz roja para el tren de pasajeros. La indicación era conocida: ¡No hay vía! Pero el conductor del tren, cegado por la nieve, no vio la señal. Y como no tenía parada en Nelidovo, siguió a toda marcha. El choque fue inevitable. Cientos de pasajeros quedaron heridos y cuarenta personas murieron. «El conductor de turno —decía el lacónico parte ferroviario— no vio la señal.» He aquí una frase escueta: «No vio la señal.» Pero es una frase que anuncia tragedia. No ver las señales rojas es siempre presagio de catástrofe. ¿Cuántos graves accidentes automovilísticos ocurren porque uno de los conductores no ve la luz roja? Basta que uno solo no la vea, o que viéndola, la ignore, para que haya heridos y muertos inocentes. El sistema de señales que se usa universalmente es sencillísimo. En todos los países del mundo —en caminos, en vías férreas, en puertos marítimos, en aeropuertos, en calles y en veredas— la luz roja siempre anuncia peligro. Ignorar esa señal es buscarse un accidente. En todos los códigos de leyes del mundo hay señales rojas y señales verdes. Hay cosas que pueden hacerse y cosas que no se deben hacer. Ignorar una de estas luces rojas es quebrantar la ley. Así como los hombres, Dios también tiene sus luces rojas. La Biblia es un colosal indicador para el hombre. Hay, ciertamente, muchas luces verdes que nos ayudan en nuestro recorrido por esta vida. Pero hay, también, luces rojas que advierten: «¡Por aquí no!» Se trata de aquellas enunciadas con toda claridad en el decálogo de Moisés, conocido como los Diez Mandamientos, y están puestas en el Sagrado Libro para nuestra protección, garantía y seguridad. Si por descuido, o por miopía o por terquedad desdeñamos alguna de esas luces rojas, el resultado es, inevitablemente, la muerte: la separación eterna de la presencia de nuestro Creador. Hagamos de Cristo, desde hoy, nuestro Salvador y Maestro. Hagamos de su Palabra la guía cierta y segura de nuestra vida. No hay peligro de accidentes cuando Cristo nos señala el camino. Él nunca nos engañará. |
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