18 nov 05

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«Te amo, Tina»
por el Hermano Pablo

Era el último acto de un corazón confundido que había sufrido el desengaño y la soledad, el último paso que tomaba Terencio Huerta, joven de diecinueve años, que había sido engañado por la señorita de sus sueños. Una noche, caminando juntos, él, ya sin esperanza, le dijo: «Te amo, Tina.» Era una de esas frases casi triviales entre adolescentes, pero en esta ocasión tenía otros matices.

No bien la había pronunciado, Terencio sacó de su bolsillo un pequeño revólver, calibre 22, lo acercó a su sien y apretó el gatillo. Hubo un estampido, un poco de humo, y un quejido ahogado de Terencio. Pero Terencio no se desplomó, sino que el plomo se medio atascó en el cañón del arma y, aunque salió lo suficiente como para rozar el cráneo de su blanco, no entró. El joven sólo sufrió una contusión.

Con todo, fue el último paso para Terencio porque, a pesar de lo joven que era, ya había sufrido más que un adulto. Había sido abandonado por sus padres. Tenía por hogar, la calle, y por maestros, a delincuentes empedernidos.

Su vida entera había sido la de un prófugo permanente. La droga lo había llevado al crimen, y había conocido repetidas veces las rejas de una cárcel. Cuando la amiga en la que confiaba también lo defraudó, no pensó más que en el suicidio.

Así como Terencio, hay muchas otras personas que han perdido todo deseo de vivir. Cuando no se sienten necesitadas; cuando toda esperanza de amistad, de utilidad, de paz, se ha esfumado; cuando nadie muestra interés en ellas, se preguntan: ¿Para qué seguir viviendo?

¿Acaso no habrá sentido Jesucristo mismo, el Hijo de Dios, el dolor del desprecio? Por momentos todos lo abandonaban. Pocos reconocieron la magnitud de su misión. Cuando sanaba a algún enfermo, las multitudes lo seguían, pero cuando se vio rodeado de soldados en el huerto de Getsemaní, todos lo abandonaron, hasta sus propios discípulos.

Con todo, Cristo, que sabía lo que era la soledad, murió por nosotros, resucitó y vive ahora en majestad divina. Y puede y quiere ser nuestro amigo. Su amistad neutraliza la necesidad del suicidio, y su compasión devuelve las esperanzas perdidas. No rechacemos su amor. Él sólo espera escuchar nuestra voz. Digámosle: «¡Señor, te necesito!» Rindámosle hoy nuestra vida.