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Fue una discusión tonta, una discusión sobre el fútbol, que ocurrió a bordo de un barco trasatlántico. Hubert Redding, joven de veinte años, había asistido al campeonato mundial de fútbol, Italia 1990. Regresando a casa a bordo del barco arguyó sobre algunos detalles del juego con dos amigos italianos. Cuando la discusión se acaloró, uno de los amigos empujó a Hubert fuera de borda. El joven cayó al mar desde una altura de dieciséis metros, y era de noche. Ahí comenzó su ordalía. Nueve horas estuvo Hubert en el agua. Durante esas interminables horas, sólo dos personas ocuparon sus pensamientos: una fue su madre; la otra fue Dios. Pensó en Dios, no porque tuviera interés en lo espiritual sino por su calamidad. Ya al fin de sus fuerzas, clareando la mañana, lanzó el grito: «¡Por favor, Dios, ayúdame!» Fue suficiente. Un velero deportivo lo vio y lo recogió, exhausto, pero sano y salvo. Aquí cabe preguntarnos: La persona que nunca se interesó en Dios ¿tiene derecho a buscar su ayuda en momentos de angustia? Es más, ¿tiene derecho cualquier persona, incluso la que ha estado en buena relación con Dios, a pedirle ayuda? ¿Quién merece favores divinos? ¿A quién le debe Dios algo? ¿Qué persona podrá decir que por la vida que ha vivido, o porque mantiene una relación estrecha con Dios, tiene derechos sobre Él? Nadie. Dios no le debe nada a nadie. Ningún ser humano podrá jamas hacerle reclamos a Dios. Él no necesita de nosotros. Somos nosotros los que necesitamos de Él. ¿Bendice Dios al hombre? Seguro que sí. Pero nunca a base de méritos humanos. Es siempre a base del incomparable amor divino. A ese amor inmerecido le llamamos «gracia». Y ese amor, por ser precisamente «gracia», amor inmerecido, está a disposición de todo el que humildemente y en arrepentimiento lo busca. Siendo inmerecido, se dispensa sin discriminación. Por eso podemos, con absoluta seguridad, encontrar refugio en Jesucristo. Él dijo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Esa es una promesa incondicional. Él la ofrece a cambio de nuestro sincero clamor. Acudamos, en nuestro dolor, a Cristo. Él sólo espera que lo llamemos. |
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