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La noche estaba fría en San Diego, California. El equipo de voleibol de Alberta, Canadá, había venido a la ciudad para jugar un partido de exhibición. Todos se alojaron en el «Mission Valley Inn», un hotel de doscientas habitaciones. Louis Korosi, de veintiún años de edad, y Henry Wong, de veinte, compartieron una de las habitaciones. Allí había un cartel que decía claramente: «No encienda la calefacción.» Ellos pensaron que era por economía del hotel, y la prendieron de todos modos. Durante la noche, un sutil hilo de monóxido de carbono subió desde el sótano hasta la habitación del sexto piso donde dormían. Louis murió de intoxicación, y Henry quedó inconsciente. Lo más probable es que nunca vuelva a ser normal. Había una falla en el sistema de calefacción. De ahí la prohibición. ¿Cuándo aprenderá el ser humano a acatar las advertencias? El rótulo estaba claro. Las palabras estaban bien escritas, y su significado, muy evidente. La advertencia decía: «No encienda la calefacción.» No había allí ninguna confusión. Los responsables del hotel dieron por sentado que nadie desobedecería las instrucciones. Pero no fue así. Y como consecuencia, un joven murió y el otro quedó anormal por toda su vida. Hay muchas señales y advertencias que el hombre no acata. Cuando las ve, no le importa desobedecerlas. Algunas no tienen consecuencias de monto mayor. Si la advertencia dice: «No pise la grama», se supone que nadie va a ir a la cárcel, o mucho menos, que nadie matará a nadie, si la pisa. Otras advertencias son más serias. Si la señal de tránsito dice: «Guarde su derecha», el que desobedece esa señal corre peligro de un accidente que puede dejarlo en silla de ruedas por toda la vida o, peor aún, matarlo. Otras advertencias tienen consecuencias eternas. Infringir los mandamientos «No robarás», «No cometerás adulterio», o «No matarás» —leyes que pertenecen al decálogo moral de Dios— le cuesta al hombre no sólo dolor, agonía y frustración en esta vida sino mil veces peor: le costará la vida eterna. El desobedecer las advertencias divinas tiene consecuencias eternas. «Pero ya es muy tarde —dirá alguien—. Ya he cometido todos esos pecados.» Por eso vino Jesucristo al mundo. La Biblia nos dice que su sangre nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Rindámosle nuestra vida a Cristo, y Él abogará nuestra causa ante el Padre celestial. |
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