3 ago 05

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«No andarás chismeando»
por el Hermano Pablo

Si había un mundo feliz, era el de Michelle Morton, de Stanford, Inglaterra. Bonita y saludable, con tres años de casada y con un hijito de dos años y un esposo ejemplar, ¿qué más podía pedir? Sus cielos eran azules, sus auroras, doradas, sus atardeceres, serenos, y sus noches, resplandecientes.

Pero un día llegó a sus oídos un rumor. Una presunta amiga le susurró algo al oído. Su esposo —le dijo la amiga— la engañaba con otra. Para Michelle fue como si el mundo se le hubiera venido abajo. Fue un golpe cruel para su alma de mujer enamorada, y su corazón no resistió. Murió de un síncope cardíaco. Y era sólo un chisme. Nada tenía de verdad.

¡Qué poderoso es el chisme! ¡Qué fuerza tiene, a pesar de ser falso, de ser sólo chisme! Pero una vez dicho, una vez escuchado y una vez creído, adquiere la fuerza de un ciclón. Pocas personas hay lo bastante fuertes como para resistir la insidia de un chisme. Es precisamente por eso, porque el chisme que usa y del que abusa el ser humano es insidia del diablo, que cuenta con todos los fuegos del infierno.

En la ley de Moisés —ley dada por Dios para formar un pueblo santo, digno de Él— había un estatuto muy breve y pequeño, pero grande en significado: «No andarás chismeando entre tu pueblo» (Levítico 19:16, RVR). Esa ley sencilla, de ser cumplida a cabalidad, evitaría miles de tragedias sociales.

El chisme nace en los ámbitos oscuros del corazón, en los rincones sucios de la mente, en las intenciones odiosas del alma. Así como en los rincones sin limpiar se anidan alimañas y proliferan telarañas y cucarachas, también en las personas que tienen el alma sucia brotan los chismes como hongos tras la lluvia.

El no contar chismes nunca es una decisión personal. Todo el que se respeta a sí mismo y respeta a los demás guarda su boca de inventar chismes o de hacer circular calumnias.

Y en esto de no calumniar, que por todo pecado y defecto que hay en el alma no es tan simple y baladí como se piensa, debemos buscar la ayuda de Dios. Si hacemos de Cristo el Maestro de nuestra vida, Él, que es la Verdad encarnada, nos hará a nosotros también personas veraces, de una sola palabra. Y esa palabra será siempre justa y verdadera.