22 oct 04

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Catorce horas de lucha
por el Hermano Pablo

Durante catorce horas libró una tremenda lucha en la que se estaba jugando todo, hasta su destino eterno. En esa lucha no hubo tiros ni gritos, ni pólvora ni machetes, y no se derramó una sola gota de sangre. Allí no hubo contendientes, y sin embargo fue una batalla tremenda. La libró Chester Pease con su propia conciencia después de haber matado a su esposa. La lucha terminó cuando Chester, de Wisconsin, Estados Unidos, llamó a la policía y se entregó. Lo que él no sabía era que su esposa no estaba muerta. Sólo había sufrido un desmayo.

Ese matrimonio tenía graves problemas. Ella era drogadicta y gastaba demasiado en su vicio. Un día en que se encontraban en el apartamento, tuvieron una discusión. Él, exasperado, la tomó del cuello e intentó extrangularla. Pensando que la había matado, salió a la calle y allí comenzaron las catorce horas de lucha consigo mismo.

La conciencia es algo maravilloso. A veces se queda callada y no nos dice nada. Otras veces habla débilmente, y la acallamos con cualquier pretexto. En ocasiones hasta nos aprueba lo que hacemos porque nosotros mismos la hemos condicionado.

Sin embargo, hay otras ocasiones en que la conciencia comienza a acusarnos. Es insoportable porque entonces se vuelve como un cardo en el alma, como una espina en el corazón, como un fuego en la mente. Nos habla, nos acusa y no nos deja tranquilos. Nos quita el sueño y nos saca a la calle. Nos conduce a la botella de licor o nos hace extender la mano al estupefaciente. Hasta puede arrastrarnos al suicidio. Cuando la conciencia nos tortura de ese modo, es porque Dios la despierta y nos dice como al rey David: «Has pecado contra mí.» Esto es para nuestro bien, pues nos lleva a acercarnos a Dios a confesarle el mal que hemos hecho y a pedirle la fuerza necesaria para levantarnos.

La conciencia nos acusa, pero no nos salva. Cargar toda la vida con una conciencia acusadora es un tormento. Cristo vino a despertar nuestra conciencia. Sólo Él puede salvarnos y perdonarnos todas las infracciones que hemos cometido contra la moral. Y quiere ser nuestro Salvador personal. Sometamos nuestra voluntad a la soberanía de Cristo. Así nuestra conciencia y nuestra alma volverán a su reposo.