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Durante catorce horas libró una tremenda lucha en la que se estaba jugando todo, hasta su destino eterno. En esa lucha no hubo tiros ni gritos, ni pólvora ni machetes, y no se derramó una sola gota de sangre. Allí no hubo contendientes, y sin embargo fue una batalla tremenda. La libró Chester Pease con su propia conciencia después de haber matado a su esposa. La lucha terminó cuando Chester, de Wisconsin, Estados Unidos, llamó a la policía y se entregó. Lo que él no sabía era que su esposa no estaba muerta. Sólo había sufrido un desmayo. Ese matrimonio tenía graves problemas. Ella era drogadicta y gastaba demasiado en su vicio. Un día en que se encontraban en el apartamento, tuvieron una discusión. Él, exasperado, la tomó del cuello e intentó extrangularla. Pensando que la había matado, salió a la calle y allí comenzaron las catorce horas de lucha consigo mismo. La conciencia es algo maravilloso. A veces se queda callada y no nos dice nada. Otras veces habla débilmente, y la acallamos con cualquier pretexto. En ocasiones hasta nos aprueba lo que hacemos porque nosotros mismos la hemos condicionado. Sin embargo, hay otras ocasiones en que la conciencia comienza a acusarnos. Es insoportable porque entonces se vuelve como un cardo en el alma, como una espina en el corazón, como un fuego en la mente. Nos habla, nos acusa y no nos deja tranquilos. Nos quita el sueño y nos saca a la calle. Nos conduce a la botella de licor o nos hace extender la mano al estupefaciente. Hasta puede arrastrarnos al suicidio. Cuando la conciencia nos tortura de ese modo, es porque Dios la despierta y nos dice como al rey David: «Has pecado contra mí.» Esto es para nuestro bien, pues nos lleva a acercarnos a Dios a confesarle el mal que hemos hecho y a pedirle la fuerza necesaria para levantarnos. La conciencia nos acusa, pero no nos salva. Cargar toda la vida con una conciencia acusadora es un tormento. Cristo vino a despertar nuestra conciencia. Sólo Él puede salvarnos y perdonarnos todas las infracciones que hemos cometido contra la moral. Y quiere ser nuestro Salvador personal. Sometamos nuestra voluntad a la soberanía de Cristo. Así nuestra conciencia y nuestra alma volverán a su reposo. |
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