(1 oct: Día Internacional de las Personas de Edad)
«¡María! —llamó el viejo. Había salido al campo....
»... Hacía seis meses... que no llovía....
»... La tierra la cansaba. Con la [sequía], el polvo entraba por todos lados: por las ventanas, juntándose en los huecos; por la línea abierta entre la puerta y el suelo. El polvo se esperaba en las esquinas, y cuando muchos polvos habían llegado, comenzaban alegremente a invadir la casa, a cubrir con su sábana los muebles (como si todos los muebles de la casa hubieran muerto y estuvieran esperando en sus cajones que alguien se acordara de velarlos). Había encontrado polvo encima del reloj de madera con sus bordes astillados y los números de laquita torcidos, y aunque nadie pudiera creerlo, había polvo hasta en las alas del cucú que hacía como veinte años no salía más que una vez al día, a las cuatro y diez, sin que nadie se lo pidiera, porque el resorte estaba descompuesto. Y el viejo le había largado la zapatilla, y la zapatilla voló por el aire, se entretuvo entre las flores de plástico y crepé (“¡Me vas a romper el jarrón de la casa, viejo loco!” había chillado ella) y terminó veinte o treinta centímetros más arriba de la aguja.
»—Este pájaro... no me deja dormir —había rezongado el viejo.
»Así era: sonaba a las cuatro y diez, se quisiera o no se quisiera. Y siempre sonaba igual: asomaba la cabeza cucú-cucú-cucú-cucú y, otra vez la zapatilla a volar encima de las flores embalsamadas....
»—Mejor lo arreglas —refunfuñó la vieja.
»—No puedo. Estoy enfermo —había contestado el viejo.
»Y ella se fue a la cocina, a amasar la harina. ¿Qué iba a tener el viejo? ¿Qué enfermedad iba a tener? Si de joven se había alimentado de tierra, tierra y hierbas, hierbas silvestres (“cuando todo el mundo se fue del pueblo por aquella [sequía]....”), ¿qué iba a tener el viejo? Ignorancia, eso era lo que tenía. O pereza. Cuando ella lo mandaba a hacer algo que él no sabía o no tenía ganas, se le salía diciendo: “No puedo. Estoy enfermo.” Pero acaso ¿tenía mala cara? ¿Había dejado de comer o de fumar? ¿No caminaba como siempre, entrando o saliendo de la casa? Enfermedades, a ella.»1
Con este pasaje comienza la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi su obra titulada Los museos abandonados, que obtuvo el Premio de Narrativa de la Editorial Arca de Montevideo.2 Algunas mujeres se identificarán con la vieja María, y algunos hombres con el viejo. Pero a todos, sin que importe nuestro género, nos conviene reconocer que somos como el viejo, sobre todo en nuestra relación con Dios en cuanto a alegar que estamos enfermos para no tener que hacer lo que no sabemos o no queremos hacer. Más vale que comprendamos que Dios nos ha dejado la Biblia con instrucciones precisas para arreglar todo lo que está descompuesto en nuestro ser, es decir, para quitarnos no sólo la ignorancia y la pereza sino también el pecado, que es la verdadera enfermedad del corazón de la que padecemos, y para darnos vida plena y eterna.3
1 | Cristina Peri Rossi, Los museos abandonados (Barcelona: Editorial Lumen, 1974), pp. 11-13. |
2 | Ibíd., contratapa. |
3 | Is 1:5-6,18; Mt 9:12-13; 15:18-19; Jn 3:16; 10:10; Ro 1:18-32; 3:23; 6:23 |