Los dos hombres estaban allí juntos, solos, esperando algo. Llevaban así horas, días, meses. Se miraban el uno al otro. Discutían trivialidades. A veces sollozaban; a veces charlaban animadamente. Hablaban de irse, de no aguardar más. Pero se quedaban quietos, siempre esperando.
Eran dos payasos, Vladimir y Estragón. ¿Qué estaban aguardando? Ni ellos mismos lo sabían. Simplemente —decían ellos— estaban «esperando a Godot». ¿Y quién era Godot? No tenían ni idea. Tal vez era la vida. Tal vez era la muerte. Quizás era el diablo. Quizás era Dios. Nunca lo supieron.
Esa es la trama, más o menos, de la famosa obra de Samuel Beckett titulada «Esperando a Godot», que se estrenó en los teatros en 1953. Es una obra filosófica y teológica. Describe la situación del hombre intelectual y moderno que vive esperando y sin saber qué.
Samuel Beckett, irlandés de origen pero que pasó casi toda su vida en Francia, murió el 26 de diciembre de 1989, a los ochenta y tres años de edad, también en espera de algo.
Casi todos los hombres, especialmente los que analizan y piensan pero son descreídos, se encuentran en la situación de Vladimir y Estragón, con la que se identificaba el mismo Samuel Becket. Viven esperando. No saben qué, pero no pueden vivir sin alguna clase de esperanza.
Los materialistas esperan hacerse ricos; los artistas, producir una obra maestra; los deportistas, alcanzar la marca mundial; los políticos, lograr el poder; los adolescentes, ser adultos; y los viejos, vivir un año más.
Todos esperamos algo, porque no podemos vivir sin esperanza. El salmista David, que era también un hombre angustiado por la espera, escribió: «Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? ¡Mi esperanza he puesto en ti!» (Salmo 39:7).
La única esperanza segura está en Cristo. Es la única esperanza que tiene sentido y que conforta eternamente. Es la única que se verá plenamente realizada. Cuando las esperanzas terrenales mueren, siempre queda Cristo, el Señor eterno y viviente.


