16 dic 2004

«No hay mal que por bien no venga»

por el Hermano Pablo

Fue un ataque despiadado el que sufrió David Ferrel a manos de una pandilla de muchachos, en Glasgow, Escocia. El joven de diecisiete años quedó tirado en el suelo, con la cabeza llena de heridas a causa de los golpes.

Cuando lo llevaron al hospital y lo examinaron con rayos X, los médicos descubrieron que David tenía en la cabeza un tumor del tamaño de una pelota de golf. Así que le hicieron una operación que duró cuatro horas, y lo salvaron de lo que hubiera sido una muerte segura.

«No hay mal que por bien no venga —comentó la madre de David—. Ese tumor lo tenía desde niño. Si no hubiera sido por la golpiza, no se lo habrían descubierto.»

¿Será cierto aquel viejo refrán? Los refranes son acuñados por la sabiduría popular y están basados en la observación y en la experiencia. Se van creando a lo largo de los años, y cuando, por su uso, se aprueban, pasan a formar parte del tesoro folclórico de los pueblos.

Un refrán parecido a ése dice: «Cuando una puerta se cierra, dos se vuelven a abrir.» Por lo visto, el pueblo sabe que hay en la vida cierta ley de compensación. Cuando sucede una desgracia, la vida trae alguna bendición para aliviarla. El destino no es absolutamente ciego. Parece tener siempre un ojo abierto para distribuir los males y los bienes equitativamente.

La Biblia, con su eterna y divina sabiduría, tiene algo que decirnos al respecto: «... lo dice el excelso y sublime, el que vive para siempre, cuyo nombre es santo: «Yo habito en un lugar santo y sublime, pero también con el contrito y humilde de espíritu, para reanimar el espíritu de los humildes y alentar el corazón de los quebrantados» (Isaías 57:15).

Detrás de esa ley de compensación está Dios, Señor de justicia y misericordia. Dios sabe consolar a los afligidos, secar las lágrimas de los que lloran y levantar el ánimo de los deprimidos.

No es una ley fría y mecánica, que se mueve sola como péndulo de un lado a otro. Es un Dios de amor y compasión que actúa detrás de todos los sucesos humanos para curar y vendar las heridas.

Si permitimos que Cristo, Dios único y viviente, sea el fiel compañero de nuestra vida, siempre tendremos ayuda en la tribulación, consuelo en la pena y poder renovador cuando parezca que todas las fuerzas se han consumido y todas las oportunidades se han acabado.

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