Alonso Gentry, de Palm Beach, Florida, siempre había querido hacer las veces de jurado en algún juicio. Amaba la justicia, sabía exponer razones y tenía un ojo muy perspicaz para identificar a un delincuente. Después de muchos años de espera, tuvo la gran satisfacción de que lo invitaran a servir de jurado en el próximo juicio que se presentara en el tribunal de su ciudad. Pero antes de ser convocado, algo se descubrió: Alonso Gentry era un lavador de dinero y traficante de drogas.
Cuando lo llevaron a juicio, se vio en el tremendo dilema de ser jurado y acusado al mismo tiempo. La situación de ese hombre era risible, y el juez, desde luego, tuvo que eximirlo del deber de servir de jurado en el juicio que se le siguió a él mismo. Porque nadie puede ser parte y juez al mismo tiempo, como tampoco ser acusado y jurado a la vez.
¿Qué pasaría con cada uno de nosotros si Dios nos llamara a ser jurado en el juicio que Él nos sigue a cada uno? ¿Qué sentencia pronunciaríamos si tuviéramos que decidir sobre nuestros propios delitos?
Una vez el rey David dictó sentencia contra un hombre que había cometido adulterio y homicidio. El rey mismo se condenó sin darse cuenta de que aquel hombre era él. Ese caso llegó a ser uno de los más célebres de la Biblia.
¿Qué haría un hombre infiel a su esposa si le tocara a él mismo imponerse una pena? ¿Presentaría atenuantes? ¿Y qué del hombre que ha cometido el horrible crimen de violar a su propia hija? ¿Disculparía el pecado con argumentos psicológicos justificando la infamia debido a que él alguna vez fue violado?
Se podrían dar infinidad de ejemplos, pero pensemos en nuestras propias faltas, en nuestros malos hábitos y vicios, e imaginémonos que somos parte del jurado que juzga nuestros propios delitos. Todos deberíamos hallarnos culpables.
La Biblia dice que todos hemos pecado, y que por eso estamos privados de la gloria de Dios (Romanos 3:23). Todos, sin excepción, somos culpables de cometer un pecado u otro, en una medida u otra. Venimos a este mundo con la tendencia de nuestros primeros padres Adán y Eva, y no existe ni una sola persona que ante Dios sea perfecta. Pero Cristo salva de sus pecados a todo el que se arrepiente. Él quiere ser nuestro Salvador, nuestro Abogado y nuestro Defensor.


