28 ago 2004

Los desvalidos y la divina providencia

por el Hermano Pablo

Cuando lo encontraron lo llamaron Sabat, porque era día sábado. Fue algo así como cuando en la novela de Daniel Defoe el personaje ficticio, Robinson Crusoe, encontró a un hombre en un día viernes y le puso por nombre Viernes.

No sabían quién era ni de dónde venía, pero había que cuidar de él. Sabat parecía tener nueve años de edad, aunque no se podía saber con seguridad. Era difícil conseguir datos de él, porque no hablaba ni se comunicaba de un modo normal. Era sordomudo, y sólo podía manifestar sus deseos con señas y dibujos que hacía con gran habilidad.

Como prefería las hamburguesas a los tacos, y como dibujaba la bandera de los Estados Unidos más que la mexicana, supusieron que era estadounidense.

Después de algún tiempo de investigaciones descubrieron su identidad. Se llamaba José de Jesús García Aguilera, aunque lo llamaban Chuy. Su madre se llamaba Micaela Aguilera de García, y eran de Tampico, en el golfo de México.

¿Quién guardó, protegió, cuidó y alimentó a esta criatura? Mucha gente humanitaria, por supuesto, pero detrás de toda esa ayuda humana estuvo la mano de Dios, la mano de la Divina Providencia, que cuida de los desvalidos de la tierra: los niños, los huérfanos, las viudas y los extranjeros.

La Divina Providencia interviene en este mundo, pero lo hace de una manera silenciosa, callada, sin alharaca, sin bombos ni platillos, sin cámaras fotográficas ni noticias por televisión. El inefable amor de Dios, que no comprende discriminación de ninguna clase, está siempre vigente.

Es interesante notar que durante la vida humana de Jesucristo, Dios hecho hombre, todo el que llegaba a Cristo recibía de Él ayuda en su dolor. Cristo nunca rechazó a nadie. Ni siquiera exigió del que era ayudado que devolviera, en alguna forma, el favor. Sus palabras fueron: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28).

Dios tiene amor para todos los seres humanos, incluso aquellos que son ingratos e incrédulos. Él nunca le negó a nadie su mano de amistad; por el contrario, donde más necesidad había, más ayuda brindaba.

Dios nos ama. Por eso envió a su Hijo Jesucristo al mundo. Cristo vivió, murió y resucitó de entre los muertos para ofrecer la salvación a todo el que a Él viniera. Él es el Salvador viviente, que puede satisfacer nuestra vida. Dobleguémonos ante Él. Busquemos su divina voluntad. Él será siempre nuestro amigo.

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