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Este hermoso poema de autoría desconocida se titula «La niña ciega». Pero bien pudiera llevar por título «La niña vidente», pues nos abre los ojos a la dicha de la vista espiritual en contraste con la desdicha de la ceguera espiritual. Por lo general, los que no hemos perdido la vista pensamos únicamente en la función física de los ojos. Y sin embargo lo cierto es que es muy importante la vista espiritual. Si bien la niña ciega identifica a Jesucristo como la Luz divina que brilla en su corazón, es porque Él mismo se identificó, cuando vivió entre nosotros, como la Luz del mundo. Cristo dijo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.»1 Si queremos tener esa Luz de la vida, no tenemos siquiera que disfrutar de la vista física. Basta con que permitamos que Cristo nos ilumine, como el Sol al que se refiere la niña ciega, que nunca se oculta porque «es de eterno resplandor». Si le pedimos a Cristo que nos alumbre de este modo, y lo seguimos como Él nos invita a que lo hagamos, se cumplirá en nosotros su promesa de que no andaremos en tinieblas. Descubramos al Señor, como lo descubrió la niña ciega pero vidente. Así no nos importará si brillamos o no con luces propias, ya que tendremos la Luz más brillante del mundo, la Luz de la vida. |
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