27 dic 2019

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Una anciana malpensada
por Carlos Rey

Cuentan que trabajaba en la oficina de correos, y le tocaba procesar las cartas en las que no era legible la dirección escrita en el sobre. Un día se topó con una carta escrita con mano temblorosa, y que iba dirigida a Dios, pero no tenía dirección alguna. Como esa carta no se habría de entregar a nadie, decidió abrirla para ver de qué trataba.

«Querido Dios —decía—: Soy una viuda de ochenta y cuatro años que vive de una pequeña pensión. Ayer alguien robó mi bolsa, que tenía diez mil pesos. Era lo que me quedaba de la quincena, y ahora voy a tener que esperar hasta mi próximo cheque. No sé qué hacer.

»El próximo domingo es Navidad. Por eso invité a dos amigas mías a cenar; pero sin dinero, no tendré qué ofrecerles. No tengo comida ni para mí misma, ni tampoco tengo familia. ¡Eres todo lo que tengo, mi única esperanza!

»¿Podrías ayudarme? ¡Por favor!

»Atentamente, María.»

Fue tal el efecto que hizo la carta en aquel empleado del correo que decidió mostrársela a sus compañeros de trabajo. Todos quedaron sorprendidos, y comenzaron a donar de lo que tenían en sus bolsillos y carteras. Al final de la tarde, habían aportado entre todos ocho mil ochocientos pesos. Así que los pusieron en un sobre, forrados de papel aluminio, y los enviaron a la dirección de María, la remitente. Esa tarde todos los empleados que habían participado en la colecta sintieron un rico calorcito en el ambiente y una sensación de satisfacción que no habían experimentado hacía mucho tiempo, de sólo pensar en lo que habían hecho por María y sus amigas.

Algunos días después de la Navidad, llegó a la misma oficina de correos otra carta de María. La reconocieron de inmediato por la escritura y porque iba dirigida a Dios. Así que la abrieron, y todos, con mucha curiosidad, escucharon lo que decía:

«Querido Dios: Con lágrimas en los ojos y con toda la gratitud de mi corazón te escribo estas líneas para decirte que hemos pasado, mis amigas y yo, una de las mejores Navidades de la vida, y todo por tu maravilloso regalo.

»Debes saber que siempre hemos sido fieles a tu Palabra y hemos seguido todos tus mandamientos. Tal vez esa sea la razón de tu benevolencia con nosotras y en especial conmigo. ¡Gracias, Señor!

»Por cierto, faltaban mil doscientos pesos, nada importante; ¡seguramente se los robaron esos ladrones del correo!»

¡Qué graciosa y a la vez injusta suposición la de aquella anciana! ¡Es el colmo que se imaginara que el dinero faltante se lo hubieran robado precisamente las personas que con tanta generosidad se habían esforzado por suplir lo que ella necesitaba para pasar la Navidad! Así lo juzgamos todos los que escuchamos la historia, y sin embargo con frecuencia somos culpables de lo mismo, aunque a la inversa. ¿Acaso no es eso lo que hacemos cuando culpamos a Dios de darnos una vida insoportable, siendo que Él ha hecho todo lo contrario? Él dio a su Hijo Jesucristo, quien entregó su vida misma para que cada uno de nosotros pueda disfrutar de vida plena y eterna.1 Más vale que nos aseguremos de reconocer debidamente ese incomparable acto de caridad divina.


1 Jn 3:16; 10:10