13 mar 17

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de nuestro puño y letra
«Una superstición nahua y una española»
por Carlos Rey

Cuando los conquistadores españoles arribaron a las costas de Mesoamérica, los nahuas se habían diseminado desde lo que hoy llamamos México hasta América Central, con asentamientos de importancia en Nicaragua. Entre aquel grupo de pueblos que tenían en común la lengua náhuatl, había una superstición muy curiosa que tenía que ver con la infidelidad. Según la superstición, si los ratones abrían un hoyo en el vestido de una esposa, el esposo consideraba que era señal de que ella le había sido infiel; en cambio, si los ratones roían la ropa del esposo, entonces ella lo juzgaba culpable de infidelidad a él.1

Ahora bien, para quienes pudieran juzgar, por su parte, que esa superstición de los nahuas fuera algo inconcebible para los españoles, presuntamente más civilizados, más vale que vuelvan a pensarlo. Es que había una tradición española igualmente curiosa que tenía que ver también con la infidelidad y que tenía como escenario el monumental Colegio de San Ciriaco y Santa Paula, más conocido como Colegio de Málaga, en Alcalá de Henares. En uno de los patios del interior de aquel Colegio, hay una gran fuente decorada con la figura de un monstruo por donde antiguamente salía el agua. Según la tradición, cuando una mujer dudaba de la lealtad de su amado, lo llevaba a ese patio y lo obligaba a jurarle amor eterno con la mano derecha metida hasta la muñeca en la boca del monstruo. Y si el hombre se atrevía a mentir, la figura de piedra cerraba su gran boca, tragándose la mano del amante infiel.2

En lo que más se parecen esas supersticiones de los nahuas y de los españoles es que dan por sentado que la infidelidad es intolerable. Es un engaño que merece un castigo severo, sobre todo tratándose de personas que se han jurado lealtad. Y no debiera extrañarnos que dos culturas tan distintas tuvieran en común esa norma de conducta, si consideramos que los integrantes de las dos fueron creados por el mismo Dios a su imagen y semejanza. Y conste que se trata de un Dios que, antes de darnos el mandamiento que prohíbe el adulterio, nos prohíbe que le seamos infieles adorando ídolos o a otros presuntos dioses, diciendo textualmente: «Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso».3

¿Cómo es que se manifiestan esos celos? En el libro del profeta Oseas, habiendo juzgado que reina la infidelidad entre su pueblo, Dios decide enseñarle a ese pueblo infiel una lección objetiva. Manda a Oseas que se case con una prostituta, sabiendo de antemano que ella lo va a engañar, y cuando la esposa le es infiel, Dios le ordena al pobre profeta que la ame, a pesar de que es adúltera, tal y como Él ama a su pueblo, a pesar de que éste se ha vuelto a dioses ajenos. Pero su amor es tal que, en la lección que le enseña a su pueblo, Dios no se limita a pedirle cuentas por su conducta, como tenemos la tendencia a hacer nosotros, sino que se dispone a perdonar a todo el que se vuelva a Él arrepentido.4

Más vale, entonces, que aprovechemos el perdón que Dios nos ofrece, y que cultivemos una relación estrecha con Él, agradecidos de que para Él es tan insoportable que dejemos de amarlo como lo es que dejemos de serle fieles. Pues si mantenemos esa relación íntima con Él, disfrutaremos del único amor que es de veras eterno.


1 Daniel G. Brinton, «Historia del baile del Güegüence», en Baile de El Güegüence o Macho Ratón (Managua, Nicaragua: Editorial Hispamer, 1998), p. 15.
2 Arsenio E. Lope Huerta y M. Vicente Sánchez Molto, Leyendas y refranes complutenses (Madrid, España: Diputación Provincial de Madrid, Delegación de Cultura, Deportes y Turismo, 1982), p. 136.
3 Éx 20:3,4,14; Dt 5:7,8,18
4 Os 3:1; 4:1; 14:2