21 jun 17

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de nuestro puño y letra
El pozo de la caída
por Carlos Rey

El fatigado caminante se sentó en el borde de piedra de un viejo pozo. Sólo quería descansar el cuerpo pero, sorprendido por el cansancio, se entregó al sueño. Ya anochecía cuando lo traicionó la espalda, resbalando al apoyo y precipitándolo al vacío. No alcanzó a gritar ni tuvo la suerte de engancharse en una de las salientes del resbaladizo interior, sino que éstas lo rechazaron sistemáticamente en su brutal descenso hacia el fondo del pozo.

En cuanto encontró la superficie del agua negra como la noche, comenzó el tortuoso ascenso. No obstante el intenso dolor que sentía en los huesos, se arrastró poco a poco, lentamente escalando aquel húmedo cilindro. Fijando la mirada arriba, le parecía inalcanzable el exterior donde se divisaba la tenue luz de una estrella. Con la carne molida, batiéndose entre la esperanza y el desaliento, coronó exhausto el brocal. Concluyendo, al parecer, su martirio, logró sacar medio cuerpo fuera del implacable pozo.

En eso vio la sombra de alguien que pasaba, sin duda algún vecino, así que hizo un último esfuerzo por pedir auxilio. Lastimosamente el tal vecino, un gaucho de la región, no comprendió el trágico llamado del moribundo. Confundiéndolo con un fantasma, el espantado gaucho se santiguó y, mientras el infeliz espectro de caminante hacía esfuerzos sobrehumanos para pronunciar palabra alguna, el gaucho le lanzó una enorme piedra que le dio en la frente, asestándole el golpe de gracia.

Según las palabras del eximio cuentista argentino Ricardo Güiraldes, ante los mismísimos ojos del desconcertado gaucho, «aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra. Ahora [toda la región] conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.»1

¿Será posible que, al igual que aquel gaucho, también nosotros representemos la última esperanza de salvación de algún desafortunado caminante en nuestra vida? Si es así, más vale que reconozcamos lo que de veras está pasando. Dios espera que le tendamos la mano a ese caminante y no que lo echemos de nuevo al pozo de la muerte espiritual. Eso fue lo que hizo su Hijo Jesucristo al perdonar a la mujer sorprendida en adulterio, a la que los fariseos hubieran matado de más de una pedrada. Porque «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él.»2 Y ahora Cristo quiere que nosotros sigamos su ejemplo, levantando al más caído en lugar de condenarlo por su desatino. Cuando nos encontremos con caminantes que han caído, tendámosles la mano. Así podremos decirles: «Al igual que Cristo, que no vino para condenarte sino para salvarte, “tampoco yo te condeno”.»3


1 Ricardo Güiraldes, Cuentos de muerte y de sangre (Buenos Aires: Editorial Losada, 1978), pp. 61-63.
2 Jn 3:17
3 Jn 8:3‑11