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¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, Un desastroso espíritu posee tu tierra: Al ídolo de piedra reemplaza ahora Desdeñando a los reyes nos dimos leyes Las ambiciones pérfidas no tienen diques, Ellos eran soberbios, leales y francos, Cuando en vientres de América cayó semilla ¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas Libres como las águilas, vieran los montes La cruz que nos llevaste padece mengua; Cristo va por las calles flaco y enclenque, Duelos, espantos, guerras, fiebre constante Así termina el famoso poema «A Colón», que Rubén Darío escribió cuando tenía veinticinco años de edad, en 1892, año en que se le nombró secretario de la delegación que el gobierno de Nicaragua envió a España con motivo de las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento de América.2 Más vale que seamos nosotros los que roguemos a Dios por el mundo que descubrió Colón, un mundo que aún sigue lleno de guerras y falto de paz. Porque el único Cristo al que conocen tantas personas sigue siendo Aquel que «va por las calles flaco y enclenque» que describe el poeta nicaragüense, y no el Dios fuerte y Príncipe de paz que describe el profeta Isaías.3 Pero conste que la única manera en que nuestro mundo ha de disfrutar de la verdadera paz es si rogamos a Dios cada uno en particular, pidiéndole que nos llene de su paz perfecta, que sobrepasa todo entendimiento.4 Es que esa misma paz que eludió al Almirante y a los conquistadores puede inundarnos a nosotros con sólo rogar a Dios que nos la conceda. |
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