16 jul 10

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Dos manos derechas
por Carlos Rey


Renee Katz y Tomás Kowalig tenían algo en común. A los dos les faltaba la mano derecha. Llegaron a conocerse en el Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Los dos habían sufrido, en el mismo día, accidentes parecidos. Y los dos habían perdido, completamente seccionada, la mano derecha.

A los dos los sometieron al mismo tratamiento intensivo. El mismo equipo de cirujanos procuró reimplantarles la mano en su lugar, operándolos casi al mismo tiempo. Y los dos entraron en convalecencia con el mismo resultado óptimo.

Cuando los médicos estuvieron completamente seguros de que Renne y Tomás no habrían de perder las manos, celebraron el triunfo con una fiesta. Y ambos pacientes se dieron el lujo de estrecharse cálidamente las manos —las manos derechas— que un día perdieron en sendos accidentes y que ahora recuperaban para su uso normal.

He aquí un caso singular. Aquellas dos manos que se unían en cálido apretón tenían una historia que contar. Era una historia de accidente y de tragedia, una historia de dolor y de angustia, una historia de sanidad y de restauración.

Lo mismo ocurre con los corazones humanos heridos y llagados por el pecado. Cuando vienen a Jesucristo, Él los sana, los regenera y los retorna a la vida y a la normalidad. Entonces esos corazones buscan otros corazones para unirse en un estrecho abrazo que es como una canción de alabanza que se canta a dúo.

¿Nos gustaría tener un corazón sanado y purificado? ¿Nos gustaría poder encontrar otro corazón —de otro hombre, de otra mujer— que, como el nuestro, estuvo una vez cercenado por obra del diablo, pero que Cristo tocó, sanó y restauró?

Basta con que clamemos a Cristo, pidiéndole que nos sane y que nos salve. Admitámosle lo mucho que lo necesitamos. Expongámosle nuestro corazón, tal y como Renne y Tomás expusieron el muñón de sus brazos a los cirujanos que habrían de curarlos. Cristo, el Médico divino, sanará, curará y cicatrizará cualquier herida que tengamos.

Una vez que lo hayamos hecho, podremos buscar a otros a quienes Cristo ha sanado, otros que también sufrieron por un tiempo la atroz llaga del pecado pero que ahora se encuentran sanos, restaurados y llenos de gozo. Y al reunirnos y comunicarnos con ellos, podremos cantar la misma alabanza que entonan ellos. Es la alabanza que cantan, en el mundo entero, los redimidos por la sangre de Jesucristo. Pero conste que no han de cantarla sólo en este mundo, en el siglo veintiuno, sino también en el mundo venidero, ¡por los siglos de los siglos!