28 ene 2006

Semillas y frutos

por el Hermano Pablo

John y Linda Shaulis contemplaron largo rato el pequeño cajón blanco. Allí dormía el sueño eterno su hijito Augusto, de sólo catorce meses de edad. ¿Qué se había llevado a esta inocente criatura? El SIDA. Bajaron el cajón a la tierra y le dijeron al hijo el último «adiós».

Pasaron tres años, y otra vez John Shaulis contempló largo rato un cajón, esta vez de ébano. Allí dormía el sueño eterno Linda, su esposa de treinta y dos años de edad. Había muerto también de SIDA. Bajaron el cajón a la tierra, y John le dijo el último «adiós».

Años atrás, en sus días de estudiante, Linda había contraído la enfermedad en un casual y fugaz encuentro sexual. Aquellas habían sido las semillas. Estos eran ahora los frutos.

Había un detalle que hizo más patética esta historia: John era un brillante oficial de marina que intervino en la guerra del golfo Pérsico. Y Linda, que por un loco error juvenil fue infectada del virus, era una brillante abogada.

Años más tarde, ya casada y creyendo haber dejado en el pasado sus errores y tener por delante una vida feliz, la mortal enfermedad acabó con su hijo, al cual ella transmitió la infección, y acabó finalmente con ella.

Semillas y frutos. Una semilla escondida en el pasado de ella. Algo, pensó ella, que pasó junto con la noche y que no dejó ninguna huella. Un acto juvenil que todos disculpan porque todos lo hacen. Pero la enfermedad no hace preguntas, ni mira por qué ni cómo, ni ve de qué raza o color es la persona, o si es culpable o si es inocente. Una vez que le clava sus colmillos, no la suelta jamás hasta que la mata.

Hay una sola manera segura de no contraer el SIDA. Es no tener nunca relaciones sexuales excepto con nuestro cónyuge. La promiscuidad sexual, la homosexualidad, el compartir la misma aguja hipodérmica como hacen los drogadictos, son actos de alto riesgo. Quien los practica, que no se sorprenda de aparecer con los síntomas del fruto mortal que es el SIDA.

La única manera de evitar estas calamidades es llevar la vida moral que Dios prescribe. Así no sólo eludimos el SIDA sino que garantizamos el estar en paz con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con Dios. Cristo quiere ser nuestro seguro y suficiente Salvador.

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